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viernes, 1 de noviembre de 2013

El Festival de Lucerna cumple 75 años


25 de agosto de 1938. Arturo Toscanini dirige un concierto frente a la Villa Tribschen, lugar de residencia durante varios años de Richard Wagner a orillas del lago de los Cuatro Cantones, a las afueras de Lucerna. Eran tiempos ciertamente convulsos.

Con la anexión en marzo de ese año de Austria por parte de Alemania, las programaciones de los festivales de Salzburgo y Bayreuth habían caído irremediablemente enfermas del cáncer del nazismo. De fondo, la Guerra Civil española. En el horizonte, el mayor fratricidio nunca vivido en Europa.

Como quien profiere un último grito de esperanza, Toscanini acomete el Idilio de Sigfrido en el mismo espacio donde se estrenó. Es una de las obras más intimistas de Wagner, compuesta como regalo de cumpleaños para su mujer, Cósima. El concierto se retransmite por 80 emisoras de radio.

Aquellas fueron las convulsas coordenadas que fijaron el lugar y el tiempo de nacimiento del Festival de Lucerna, donde el domingo 25 de agosto se celebró en sus pacíficas y civilizadas calles el 75 cumpleaños de la cita.

El enunciado de esta edición, ¡Viva la revolución!, habla de aquel gesto de subversión pacífica de la Suiza de la concordia. Pero también se refiere a la íntima revuelta de la música, desde las aportaciones de autores como Carlo Gesualdo, Anton Webern, Arnold Schoenberg o Luigi Nono hasta las de obras como La consagración de la primavera, de Stravinski (mañana, con Rattle y la Filarmónica de Berlín) o El anillo del nibelungo (a partir del viernes, con Jonathan Nott y la Sinfónica de Bamberg). En la categoría de revolucionario puede ingresar también el propio festival. Por su inigualable calidad, por la atención a la música de nuestros días y por su proyección social.

En la mañana del día del aniversario se escuchó en una de las salas del KKL (Kultur und Kongresszentrum Luzern), edificio diseñado por el diseñador y arquitecto francés Jean Nouvel, que alberga los principales conciertos, una versión primorosa del Idilio de Sigfrido con músicos como Alois Posch, Wolfram Christ o el oboista andaluz Lucas Macías Navarro.

Antes, el intendente Michael Haefliger había inaugurado el gran día con un discurso al aire libre lleno de luz y de fuerza. Luego, se pudo escuchar gratis a músicos de la Filarmónica de Viena, de la de Berlín o del Concertgebouw de Ámsterdam. Se pudo elegir entre la Sinfonía Turangalila de Messiaen y un programa interpretado por el cuarteto de cuerda estadounidense JACK, que alternó piezas de John Cage o Georg Friedrich Haas, con cada instrumentista en una esquina de una sala casi oscura, y el público repartido entre los que eligieron estar sentados o tumbados sobre cojines.

Poco antes, el fabuloso percusionista austríaco de 30 años Martin Grubinger, uno de los artistas-estrella del festival, tocó con The Percussive Planet Ensemble obras de Michel Camilo, Astor Piazzolla, Antônio Carlos Jobim o Matthias Schmitt, en vísperas de su participación como solista en conciertos de la Filarmónica de Viena o la Sinfónica de Pittsburgh. Mientras tanto, ocho grupos de música popular, llenaron de sonidos de Argentina, Japón, Cuba, Rusia, Alemania, Suiza, Francia o India hasta el último rincón de la ciudad.

No se puede abarcar todo, así que me quedo con Carlos Martínez, El médico cantor, y su grupo Son Iroso, de Cuba. Guarachas, boleros, sones, guajiras... El que no bailó -muy pocos- es porque no quiso. La fiesta estalló. Es la revolución lúdica de Lucerna.

El lunes 26 de agosto tuvo lugar el último concierto aquí de Claudio Abbado con la Orquesta del Festival, la agrupación que se montó por razones afectivas en torno a él hace ya una década. Juntos han interpretado y grabado todas las sinfonías de Mahler excepto la Octava. Pero no esperen algo así en este momento. Abbado está bruckneriano y hay que consentírselo.

El año pasado hizo una reveladora Primera y el lunes, una escalofriante Novena. Preparó el terreno con una versión serena, poética, reflexiva y hasta contemplativa de la Sinfonía incompleta, de Schubert. La compenetración de los músicos con el director es asombrosa. El virtuosismo del Scherzo de la última sinfonía de Bruckner cortaba la respiración y el adagio sobrecogió por su profundidad emocional. Todo parece reflejar que hay un más allá de la música.

Cada año la orquesta del Festival de Lucerna visita una ciudad del mundo. Han estado en Roma, París, Londres, Nueva York o Madrid, entre otros lugares. El próximo octubre, con Abbado al frente, viajarán a Matsushima, Japón, en los escenarios del terremoto de 2011, en un auditorio movible que ha diseñado el arquitecto Arata Isozaki con la colaboración del artista indio Anish Kapoor. Seguramente Bruckner sonará con idéntico desgarramiento en el que será el momento central del primer festival Lucerna Ark Nova en Japón.

Abbado y Pierre Boulez han sido las dos estrellas más significativas del Festival de Lucerna durante la última década. A ellos están asociadas la Orquesta del Festival y la Academia. Editions Henschel ha publicado, con motivo de esta década prodigiosa, el libro Das Wunder von Luzern, de momento solamente en alemán, con aportaciones entre otros, de Maurizio Pollini, Daniel Barenboim, Alfred Brendel o críticos tan prestigiosos como Peter Hagmann o Wolfgang Schreiber. En el proceso de recuperaciones históricas se han editado varios discos con interpretaciones en el festival en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo de músicos tan carismáticos como Clara Haskil, Otto Klemperer, Ernest Ansermet, Isaac Stern o George Szell.

Durante esos días en el auditorio se proyectaron varios documentales de la historia del festival, desde el clásico De Toscanini a Abbado a otros sobre el trabajo de Boulez con la Academia. Es emocionante escuchar a Toscanini dirigiendo el Requiem, de Verdi, a Karajan atacar la obertura de Guillermo Tell, de Rossini, o el gesto y estilo de grandes maestros como Ferenc Fricsay, Rudolf Kempe, Bruno Walter, Wilhelm Furtwängler o un jovencísimo Zubin Mehta.

Abbado debutó en Lucerna en 1966, inauguró con la Novena, de Beethoven, al frente de la Filarmónica de Berlín en 1998 la nueva sala de conciertos diseñada por Jean Nouvel y lleva sobre sus espaldas desde 2003 la orquesta del Festival de Lucerna. El trabajo de Boulez al frente de la Academia es capital en la formación de nuevos músicos. El español Pablo Heras-Casado se ha beneficiado de ese sistema. Prueba de ello fue su concierto al frente de la orquesta de la Academia el día del aniversario. Dirigió la Quinta, de Beethoven, y fue uno de los primeros en colgar el cartel de “no hay localidades”.

Si el proceso didáctico-educativo es fundamental en la filosofía y el éxito del Festival de Lucerna no lo es menos la atención a la música de nuestros días. Hasta 120 estrenos mundiales se han efectuado en la última década y cada año se dedica una atención especial a un compositor residente. En esta edición, este premio ha recaído en la inconformista creadora israelí Chaya Czernowin, de la que se revisarán varias obras y se estrenarán dos, una de ellas con Daniel Barenboim al frente.

La proyección social y la convivencia con músicas populares es otra de las señas de identidad. Ciclos como el de 40 minutos, de carácter gratuito y con esa duración, suponen una posibilidad de acercamiento a un público no habituado a las ceremonias de la música clásica. Entre los espectáculos para niños y jóvenes destaca la ópera El holandés errante, de Wagner, en una coproducción entre el teatro de marionetas de Lucerna y el Museo Richard Wagner.

Es asimismo significativo que dos de los artistas mimados este año en el festival -además de la inconmensurable pianista japonesa Mitsuko Uchida- sean tan revulsivos como el percusionista Martin Grubinger y el cuarteto JACK. También se ha abierto un espacio de música de club los fines de semana, en ambientes más propios del techno.

Pese a estas concesiones a las circunstancias, el eje fundamental, el corazón del Festival de Lucerna, lo constituirá siempre el desfile de orquestas y primeras figuras de la dirección y la interpretación. En eso, no hay rival posible. Vienen con una disposición especial, a jugarse su prestigio, como si esto fuese la Champions o la Copa del Mundo, si se permite el símil futbolístico.

El director artístico de todo este complejo, Michael Haefliger, ha respetado la tradición y ha abierto nuevas vías artísticas. Por ello son muchos los que comparten la idea de que el de Lucerna es el mejor festival musical del mundo en la actualidad. Los números lo avalan: cuenta con un presupuesto de 25,9 millones de francos suizos (poco menos de 21 millones de euros), una subvención pública del 5%, una recaudación por taquilla del 44%, un patrocinio privado del 33% y una ocupación del 90%.

Antes de terminar, unas recomendaciones para alimentar algo más que el espíritu melómano. En Escholzmatt, en territorio de parque natural, Gasthof Rossli da de comer con el aval de una estrella Michelin. Al lado de una ermita bellísima a las afueras de Lucerna aguarda Hergiswald. Y en la ciudad: El Padrino, con Giorgio Montella, un napolitano de oro, y el muy tradicional Galliker. Y para un escalope realmente memorable, no lo dude: Old Swiss House.

Juan Ángel Vela del Campo
El País, 28 de aosto de 2013.
Foto: Arturo Toscanini en el concierto inaugural en 1938, en la casa que tenía Richard Wagner en Tribschen. Archivo del Festival de Lucerna.

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