lunes, 17 de junio de 2013

El "período especial" fue del carajo (VII)



Los más agónicos de todos los apagones eran los que se producían antes y después de un ciclón: fácilmente podías estar cuatro o cinco días sin luz. Uno de los últimos huracanes que pasé en La Habana fue anunciado con fuerza 5. Logré preparar un poco de almuerzo en casa de una vecina y después de comer, mis hijos y mi nieta hicieron lo único que se podía hacer en esos casos: acostarse a dormir. Y que fuera lo que dios quisiera.

Ya en amplias zonas del municipio Diez de Octubre no había fluido eléctrico y los pocos vecinos que tenían radio de pilas (baterías) oían los últimos partes del Instituto de Meteorología y a voz en cuello se lo trasmitían a los otros. “Oye, fulano, están diciendo que hay que quitar las antenas y limpiar bien las azoteas”. Al poco rato: “Caballeros, tienen que asegurar puertas y ventanas de cristal, porque dicen que el socio (el huracán) va a acabar con la quinta y con los mangos”.

Iván, quien heredó la misma sangre de horchata (carácter flemático) de mi padre y familia paterna, me decía: “No cojas lucha, acuéstate a dormir, deja que el ciclón acabe de llegar y desbarate lo que va a desbaratar”. Ellos roncando y yo sentada en el sillón de la sala, con mi radiecito Sony, oyendo las últimas noticias, mirando fijamente la ventana de cristales de la sala, para no perderme cuando la fuerza de los vientos la hiciera añicos. A las cinco de la tarde todo estaba oscuro como boca de lobo y yo allí, esperando lo peor.

Esa vez, de nuevo, el huracán se alió con Fidel Castro y no descargó su furia sobre La Habana. La capital volvió a salir ilesa de un huracán fuerza 5. Eso debe haber sido después de abril de 2001 o en el 2002, porque ya mi madre había fallecido. Estuvimos cuatro días sin luz. Inenarrable.

No todos en Cuba ni en La Habana sufren por igual los apagones. Los que viven en “zonas priorizadas” (cerca de una unidad militar, embajada, hospital u hotel, entre otras instalaciones consideradas importantes) apenas se ven afectados por los cortes de electricidad. Dentro de nuestro propio barrio había cuadras en las que nunca se iba la luz y a veces ocurrió que acababa de conectar para hacer arroz en la olla arrocera y, pum, el jodío apagón.

Cuando eso ocurría, la primera esposa de Iván, cogía la olla y se iba a casa de unas amistades de ella que vivían pegado al Paradero de la Víbora donde no se iba nunca la luz, porque su zona era “priorizada”. Después, cuando ellos se separaron, no me quedaba más remedio que sacar el caldero de hierro y terminar de cocinarlo allí. A veces ocurría un milagro y de pronto volvía la luz, pero ya yo, a punto de estallar, lo dejaba en el caldero, quedara como quedara.

Mi madre había sido 'especialista' en cocinar arroz: siempre le quedaba blanquito y desgranadito y por ello a mis hijos nunca nadie les pudo hacer comer arroz ensopado. Si me quedaba 'empegostado' no lo tiraba a la basura, se lo llevaba a algún vecino. Porque si algo en medio de aquella caótica y agobiante vida a mí me consolaba era saber que había muchísima gente peor que nosotros.

La reapertura de los mercados agropecuarios en 1994, abruptamente aniquilados en 1990-91, mejoró considerablemente la situación, sobre todo porque resurgieron al año siguiente de la despenalización del dólar. Esos dos hechos, la despenalización del dólar en julio de 1993 y la reapertura de los mercados campesinos en el 94, contribuyeron en un alto porcentaje a aliviar la pésima calidad de vida y a mejorar la mala alimentación, que tan nefastas consecuencias trajo para la salud de miles de cubanos y particularmente para mujeres jóvenes en edad reproductiva, cuando salieron embarazadas y dieron a luz tuvieron bebés de bajo peso, producto de las carencias nutricionales de sus madres.

Pero también estas dos nuevas realidades contribuyeron a ahondar aún más los contrastes entre los niveles de vida de unos cubanos y otros. A grosso modo esa brecha se simplificó llamando a unos “los sindólares”, los que no tenían FE (familia en el exterior), la gran mayoría de la población, y a otros “los condólares”, los que tenían FE o dentro del gobierno trabajaban en turismo o corporaciones donde una parte del salario era devengado en divisas.

Nuevamente para paliar un problema se creaba otro, como en 1986, cuando Fidel Castro decidió renovar la policía y potenciar el desarrollo turístico: comenzaron a venir turistas, con ellos las ansiadas divisas, pero también todo un submundo de marginalidad, antítesis del sueño del hombre nuevo preconizado por el Che, que en menos de una década nos invadió de un extremo a otro de la isla. Las jineteras, proxenetas, bisneros y pingueros, entre otros, podían haber nacido en La Habana, pero también en Cienfuegos, Camagüey, Holguín, Pinar del Río o Guantánamo.

Los “sindólares”, lógicamente, trataron de buscarse los “fulas” a como diera lugar, pues en los mercados campesinos se conseguía arroz, frijoles, carne de cerdo o carnero, viandas y frutas, pero no jabón, detergente, desodorante, ropa y zapatos. Hasta que no se abrieron las Cadecas (Cajas de Cambio), el suministro de billetes verdes provenía de los “condólares”.

Fue una etapa de un gran meroliqueo, de una gran especulación y un gran mercado negro. El cambio al inicio era de 150 pesos por un dólar, después bajó a 100 pesos por un dólar.

Hacia fines de 1993 estaba a “cien por uno” y con 14 dólares que teníamos guardados para ir preparando la canastilla -mi primera nieta tenía previsto nacer en julio de 1994, finalmente se adelantó y nació un mes antes, el 3 de junio- compramos catorce metros de “tela antiséptica”, como llaman en Cuba a una tela blanca, de algodón, tradicionalmente utilizada para confeccionar pañales y sabanitas. Los culeros suelen ser “de gasa”, un tejido más suave, que se lava y seca más rápido (eran excepcionales las recién paridas que podían comprar culeros desechables o pampers).

Pese al trapicheo y el frenesí por conseguir “fulas”, indiscutiblemente la apertura de los mercados agropecuarios ayudaron a la población a enriquecer su dieta diaria.

Hasta mi salida de Cuba, en noviembre de 2003, por la libreta de racionamiento mensualmente se podía adquirir, per cápita: 6 libras de arroz blanco; 3 libras de azúcar blanca y 3 libras de azúcar prieta; 20 onzas de frijoles (negros, blancos, colorados o chícharos); un paquete de sal yodada (lo vendían un mes sí y otro no); un paquetico de 4 onzas de café mezclado con chícharos, una vez cada quince días, y media libra de aceite per cápita, no todos los meses.

La distribución de leche y yogurt se circunscribía a niños hasta los 7 años, embarazadas y enfermos crónicos. Los ancianos tenían “derecho” a una ración de un cereal incomible denominado Cerelac y que muchos preferían dejarlo en la bodega. Huevos daban 8 per cápita al mes. El pollo, carne de res, pescado y embutidos no tenían fecha fija para ser vendidos y la cuota asignada a una persona se comía de una vez, en almuerzo o comida.

Una acotación: en la capital suelen dar más cantidad de productos y con más frecuencia, en el interior del país, menos. Los domingos, el periódico Tribuna de La Habana publicaba la relación de alimentos que el Ministerio de Comercio Interior tenía previsto distribuir para la semana siguiente, pero en la edición digital no se reproducía, para no darle “trigo” al “enemigo”.

Las cuotas asignadas por el Ministerio de Comercio Interior no satisfacían a todos por igual, lógicamente. No todos tenían el mismo apetito y estaba en dependencia del número de personas en la libreta y de la composición del núcleo familiar: en los hogares con niños pequeños, por ejemplo, los adultos podían disponer de más café, pero lo más seguro es que el azúcar no alcanzara. Pero, en general, una persona de estómago normal y apetito limitado, con esas cuotas podía comer una semana, o a mucho tirar, diez días.

Tania Quintero
Foto: Tomada de Cubanet.

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