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viernes, 14 de junio de 2013

El "período especial" fue del carajo (VI)



En Suiza no puedo olvidar los apagones. No porque esté al tanto de que siguen existiendo y continúen haciéndole la vida un yogurt a los cubanos, sino por la enorme cantidad de velas, linternas, baterías, lámparas portátiles y unas cajas inmensas de fósforos de madera que parece fueron diseñados para guiarlo a uno en la oscuridad: duran más de un minuto encendidos. Es del carajo: unos con mucho de todo y otros sin nada de nada.

Si comer era la cuestión, conseguir velas y fósforos también era vital. A mi madre le gustaba iluminarse con “mechones”. Ella misma los preparaba: en un pomo de cristal de boca ancha, de ésos donde alguna vez envasaron mermelada de guayaba o mango, cogía un tubo vacío de pasta Perla (de aluminio, sin ninguna marca ni diseño), lo picaba por debajo y le daba unos cortes de modo que se pudiera parar, le introducía una mecha o algodón y lo colocaba en el centro del pomo.

Con cuidado echaba por el borde un poco de luz brillante (kerosene), no mucho. Y como todo estaba oscuro no te dabas cuenta del hollín que iba soltando ni que alrededor todo se iba tiñendo de negro. Lo peor no era la cochinada que se formaba, ni el olor del kerosene, sino lo dañino que era -y es- para las vías respiratorias.

Mi hijo Iván, asmático desde niño, cuando mi mamá encendía un mechón se iba para la calle: el humo y el olor le desataban crisis asmáticas. Aprovecho para decir que a partir del período especial, el número de asmáticos y de enfermedades respiratorias se incrementó alarmantemente.

No sólo a Iván el kerosene afectaba, a mí también: desde niña padecí de bronquitis asmática crónica. A menudo mis padres me llevaban al Hospital Infantil, en 27 y G, Vedado. Mi pediatra era un hombre negro ya mayor, el Dr. Labordette. Tendría seis o siete años cuando me dio una tosferina de larga duración: varios meses con aquella tos perruna.

Como casi todas las mujeres de origen campesino, mi madre creía más en los remedios naturales que en los químicos. Mi tos se sentía a una cuadra, parecía un perro boxer ladrando. Todas las noches mi mamá me empavesaba pecho, espalda y cuello con “Vick Vap-o-rub”, en el pecho me ponía un paño previamente calentado en una sartén de hierro y ya en la cama, tenía que hacer inhalaciones de agua hirviendo con hojas de eucalipto dentro.

Por las mañanas, en ayunas, me daba un par de cucharadas del “caldito” que soltaba la remolacha después de toda la noche en un platico con azúcar en el balcón, con su buena dosis de contaminación ambiental: el churre que me tomaba con el “caldito” a ella nunca le preocupó, a fin de cuentas, ella decía que lo mejor que había para curar las heridas era restregarse con jabón prieto, usado para lavar la ropa.

Teoría que mi madre mantenía en una época en que había toda clase de desodorantes, fabricados en la ya entonces desarrollada industria cubana de jabonería y perfumería, como Crusellas y Sabatés, o importados de Estados Unidos y Francia -igualmente decía que “el mejor desodorante era el bicarbonato”, algo que yo no soportaba, aparte de que su uso continuado quemaba las axilas.

Para levantar las “defensas” y no coger anemia, todos los días tenía que tomarme un jarro de jugo de naranja con zanahoria; comerme una manzana (cerca de la casa vendían manzanas, peras, uvas y melocotones de California); tomarme un plato de caldo de vegetales (espinaca, zanahoria, remolacha, apio, berro, ajo porro, aji, cebolla, tomate) y un par de cucharadas de “bistí”, como ella llamaba al líquido que iba soltando un bistec que mi madre ponía sobre una parrilla encima del carbón y recogía en una cacharrita.

Todo eso fue en la década de 1940-50, antes de la revolución. Estoy hablando de una familia pobre, que vivía con un peso al día y miren cómo a mí me alimentaban. Cocinábamos con carbón y no teníamos refrigerador ni televisor. En el hospital nos daban las medicinas gratis y jamás mi padre pagó un centavo por ninguno de los tratamientos que a mí me mandaban (y creo que si hubiera tenido que pagar no me los hubiera dado).

El Infantil fue construido en 1933 y fue el primer hospital pediátrico de Cuba. Contaba con casi todas las especialidades médico-quirúrgicas infantiles y disponía de 500 camas. De este hospital salieron los mejores médicos, pediatras y cirujanos de la isla. En 1961 le pusieron Pedro Borrás Astorga, miliciano muerto durante los combates de Playa Girón.

Debido a la falta de cuidado y mantenimiento, se encontraba en un deplorable estado. Allá quien se crea que Fidel Castro fue el salvador de la patria: fue el gran demoledor.

Tania Quintero
Foto: Tomada de El país del parche.

2 comentarios:

  1. Tiene que escribirnos sobre los "alimentos" de nueva generación de esa etapa, nunca olvidare sus nombres, los oficiales y los populares, le recuerdo: picadillo extendido o picadillo de soya, pescado texturizado o pescado con soya, masa carnita o pasta de oca, fricandell o perro sin tripa, cerelac, nada era comestible, todo apestaba, nunca lo olvidare, sentía siempre que nos trataban como animales. Me dio por leer la columna del Juventud Rebelde "Brújula del Consumidor, de ahí me aprendí los bonitos nombres oficiales de toda aquella basura, también los martes transmitían un programa que no duró mucho que le decían el programa de los gordos donde los representantes de la empresa carnica y otras informaban las consignaciones de productos por municipios, los tipos estaban gorditos y rosados y nos insultaban contándonos cuando llegaría el picadillo de soya y demás. Esto fue años 1991, 1992. Me cuentan que aún el picadillo de soya existe, alguien me dijo que estaba mejorado, yo me pregunto si no será que se han acostumbrado a aquel sabor repugnante y su mal olor. Que gran desgracia la de Cuba! Siga con esta serie, no es bueno olvidar.

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  2. Espero que Willy Toledo sufra en sus carnes algunas de estas cositas. ¡Qué tipo tan tonto!

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