Mi madre, de origen campesino, sustituyó los chicharrones de puerco, por “chicharroncitos” obtenidos del pellejo del pollo, tremendamente dañino por el alto contenido de colesterol, pero a ella “toda esa bobería que ahora hablan los médicos” le entraba por un oido y le salia por el otro, “porque uno se va a morir cuando le toca y no porque coma esto o lo otro”, decía.
Descubrió que con la grasa obtenida después de freír los pellejos de pollo, podía echarle “mantequita” al arroz y, sobre todo, freír huevos, porque eso de freírlos en agua -otro de los “inventos de período especial”- era tan antinatural como el café mezclado con chícharos.
Mucho antes de la llegada del “período especial”, eran excepcionales los cubanos que podían tener papel sanitario en el baño: la mayoría utilizaba papel de periódico (la escasez de papel fue generalizada, menos para imprimir el periódico Granma y toda la folletería política editada por el partido) y algunos, como una vecina mía, en el baño de su casa decidió poner los libros de marxismo utilizados por sus hijos en la universidad, pues “pa’qué los queremos, si ya el comunismo se cayó”.
Menos risueña fue la realidad de las cubanas trabajadoras: salvo excepciones, la inmensa mayoría, después de orinar, se secaban con hojas de papel y modelos que una vez fueron utilizados para hacer burocráticos informes y estaban tirados en cualquier almacén, sucios, amarillentos y con rastros de haber servido de guarida a ratones y cucarachas.
No sé si habrán datos al respecto, pero en esos años deben haber aumentado considerablemente las infecciones urinarias y vaginales de las mujeres cubanas.
Capítulo aparte merece la desaparición del algodón y las íntimas (almohadillas sanitarias). Como no se podía impedir que las mujeres en edad reproductiva dejaran masivamente de menstruar, la solución fue comenzar a utilizar trapos, obtenidos de sábanas, toallas y cuanta ropa vieja o pasada de moda se encontrara.
Aquellas mujeres que aún conservaban pañales de cuando sus hijos fueron bebitos, tuvieron un tesoro y sufrieron un poco menos. Esos trapos no se botaban: se enjuagaban bien y se ponían a hervir, la mayor parte de las veces sin jabón o, si acaso, con una astillita de jabón.
Las astillitas de jabón, otrora botadas o menospreciadas, alcanzaron categoria VIP. En mi casa, y en casi todas las casas, se clasificaban: en una lata se ponían a hervir las astillitas de jabón de tocador y en otra las de jabón de lavar.
El “período especial”, no se puede negar, desarrolló la inventiva y mucha gente se “especializó” en la fabricación casera de jabón. No se me olvida que una vez no teníamos jabón para bañarnos y mi hija consiguió uno en su trabajo, grande y azul. Llegó contenta con su trofeo: lo podíamos picar en dos y tendríamos jabón por lo menos para bañarnos durante dos semanas. Pero cuando mi hijo lo vió se negó rotundamente a bañarse y ni siquiera a lavarse las manos, porque se iba a enfermar de la piel. El jabón era azul porque contenía añil.
Por esa época tenía muchos amigos brasileños. Al principio, por pena, no les pedía nada. Así una vez una brasileña me mandó un juego de cuchillos de acero inoxidable, de la marca Tramontina, ideales para cortar todo tipo de carnes.
A través de una tía, que solía “resolver” productos alimenticios con una búlgara, me cambió el juego de cuchillos de calidad por dos bandejas de picadillo (carne de res de segunda molida) cuyo costo no sobrepasaba los ocho dólares. Por suerte, después empecé a recibir jabones, champú, desodorante y hasta agua de colonia.
Cristina Agostinho, una escritora de Minas Gerais, con un amigo me mandó un maletín lleno de jabones Palmolive. El hombre me dijo que pasara por el Hotel Riviera a recoger un “encargo” enviado por Cristina. Cuando bajó de la habitación con aquel maletín de cuero le pregunté su contenido. Me dijo: “Sabonetes”.
El maletín pesaba tanto que no lo podía cargar y tuve que llevarlo arrastrando hasta la parada de la ruta 37, en Línea y A, afuera del teatro Mella. A un señor que me ayudó a subirlo a la guagua le regalé dos jabones. Cuando llegué a la casa y lo abrí habían 70 “sabonetes” Palmolive de 150 gramos cada uno.
Distribuí una cantidad entre familiares, amigos y vecinos y los restantes nos alcanzó para bañarnos durante tres meses. ¿Quién dijo que la felicidad no existe?
Tania Quintero
Foto: jesusromerop, Panoramio.
Buenas tardes Tania, pues a las venezolanas ya las están instruyendo en la forma de hacer "toallas sanitarias ecológicas". Pero le digo que en la época en que yo viví en la isla mágica, tampoco había muchas veces Íntima, bastantes camisas viejas que tomé de mi padre para hacerme aquellos rollos de algodón y tela usada, que caminando me parecía a Hopalong Cassidy. Perdone por el matiz ordinario de mi comentario, pero es lo que había.
ResponderEliminar....La felicidad fuera completa si si ese par de dinosaurios que llevan 54 se fueran para siempre y dejen que los cubanos dentro de la isla escogen su propio destino Y NO EL DE ELLOS
ResponderEliminarCreo que cuando descubran mis huesos en el año 500 y quieran datarlo el resultado del análisis dirá: Período especial.
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