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martes, 25 de septiembre de 2012

El único hombre que amó a Marilyn



Por Raúl Rivero

Ésta es una aproximación a la historia de un hombre que es un dios en el santuario del béisbol en el mundo. El hijo de un pescador italiano, un emigrante enorme y primitivo que se ganó la devoción de América a batazos limpios en los estadios y que, sin el uniforme del equipo de los New York Yankees, retirado y solo en La Florida, volvió a conquistar el país con el amor y la fidelidad a otra deidad del siglo XX americano: Marilyn Monroe.

Se llamaba Joseph Paul DiMaggio y comenzó a jugar béisbol en la década de los 30, siempre en la misma novena neoyorquina, hasta que se retiró en 1951 con un expediente parejo de fama y de gloria y bajo un cartel que lo acredita como el mejor pelotero de todos los tiempos.

Ése es un título que se entrega por el talento, la disciplina, la emoción convocada y por el lenguaje de las cifras sobre el terreno, partido por partido. Nadie se atreve a discutirlo, aunque algunos prefieren que lo comparta con otro grande, Babe Ruth. Además, el juego no ha terminado y ahora mismo hay un joven con un bate en la mano y la gorra calada hasta los ojos que trata de batir las marcas cósmicas del viejo Joe.

Cuando ya se dedicaba nada más que a entrenar a beisbolistas novatos, a pescar los fines de semana y a quedarse dormido frente a la pantalla del televisor, su amigo David March le preparó una cita a ciegas al ermitaño solterón californiano. Esa cita le cambió la rutina diaria y le brindó un añadido inesperado, de estruendos sentimentales, a los atributos de su inmortalidad, confinada, hasta ese momento, a una bola pequeña y blanca atravesada por una costura de cirugía.

La otra persona convocada por March era la actriz Marilyn Monroe (Norma Baker en la época que despachaba blusas en una tienda), una mujer que ascendía y triunfaba con la Twenty Century Fox en la meca del cine. Ella iba ciega a conocer a alguien, pero ya tenía enceguecida a gran parte de la población masculina de Estados Unidos.

Deslumbrado, feliz, el pelotero llevó a ese amor fulminante y, para él, definitivo, una pasión llena de celos, repuntes de machismo, reconcomios remotos y sanguíneos que fueron a estrellarse contra la tragedia de una muchacha criada en orfelinatos y zaguanes que lo quiso un poco y le tomó cariño.

Lo admiraba y, quizás, llegó a apreciar la coherencia de la familia de Joe, las gentilezas y el romanticismo de los tiempos de paz, en las dulces reconciliaciones después de las tanganas y los escándalos que escenificaban en cualquier sitio, a cualquier hora, sin guiones previos, con la gestualidad y la controversia sueltas a la ira y a la improvisación.

Joe la quería sólo para él las 24 horas del día. La señora Monroe no andaba en busca de un guardián o de una mascota compasiva y afectuosa. Quería algo que ella misma no sabía lo que era. Ni lo llegaron a saber nunca los psiquiatras o el dueño del número de teléfono que ella llamó (y sonaba ocupado) antes de tomarse una sobredosis de barbitúricos la noche que decidió suicidarse, en Los Ángeles, en el verano de 1962.

Joe DiMaggio y Marilyn Monroe se casaron en una notaría de San Francisco en enero de 1954, y cuando la prensa del corazón daba detalles todavía de las orquídeas blancas, el cuello de armiño de la novia y la corbata de lunares del hombre, se divorciaron. La prensa americana se recreó en sus titulares con la broma de que la llamada boda de la década hubiera durado nueve meses.

Con esa ruptura se reinició para el deportista una etapa de su vida de soltería y agorafobia. Rechazaba las cámaras y se refugió en su casa floridana, sin hacer nunca ni una sola mención a su relación con la actriz. Se dedicó a ejercer, en la distancia y con discreción, el papel de guardia protector que la Monroe no le dejó desarrollar cuando vivieron juntos.

La artista aprovechó el divorcio para darle continuidad a su cadena de fracasos matrimoniales y, en seguida, volvió a un juzgado acompañada por Arthur Miller, el autor, entre otras obras monumentales, de Muerte de un viajante y Las brujas de Salem.

En 1961, Joe salió de su protectorado clandestino y se llevó a su ex mujer a descansar y a reponerse en La Florida. Estaba ingresada en una clínica psiquiátrica atolondrada por un ataque depresivo y agobiada por las secuelas de la separación de Miller.

De ese infiernillo aséptico, de sábanas blancas, silencios y pastillas para dormir, la fue a sacar el beisbolista. Él seguía en su trabajo como entrenador de aspirantes a estrellas de la pelota y era el dueño de varios negocios particulares. Se encargó de que la mujer se reanimara y volviera mejorada a su apartamento angelino.

Rumores perdidos después de medio siglo pero que cabecean, a veces, renovados y enriquecidos en algunos blogs, aseguran que DiMaggio compró en esos días la copia de una película casera en la que la actriz aparecía como única protagonista femenina junto a dos hombres desconocidos en una sola, interminable escena pornográfica.

El pelotero pudo haber sucumbido ante el paso de alguna atractiva floridana de su comarca, pero no volvió a casarse ni se hizo pública ninguna relación amorosa del hombre alto que usaba el número cinco en la franela gris de los Yankees y patrullaba como un lobo solitario la hierba del campo central. Discreto y constante siguió el declive de aquella mujer acompañado por un grupo humano que garantizaba su castidad y su inocencia: su único hijo, Joseph Jr. (de un matrimonio anterior), sus dos nietas, un hermano y un par amigos de la infancia.

Fue el DiMaggio, enamorado de una sombra o de la sombra de un amor, el que pagó los gastos por el funeral de Marilyn Monroe. Una ceremonia prohibida para los vividores, cerrada a cal y canto para la canalla de Hollywood. Y fue él quien mandó a hacer la tumba y el que contrató a una floristería para que le hiciera llegar unas rosas rojas tres veces por semana.

A finales de 1982, dio la orden de suspender el envío. No se sabe si porque encontró una manera más íntima de recordarla. O porque quería enterrar el último signo de esa leyenda que lo convertía en el único hombre sobre la tierra que amó de verdad a Marilyn Monroe. DiMaggio vivió 17 años más para hablar de béisbol y pensar en ella.

El Mundo, 14 de agosto de 2012

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