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lunes, 16 de abril de 2012

Lydia Cabrera o la felicidad (I)


Por Duanel Díaz Infante

Se ha señalado que en Cuba no hay tradición de escritores de derecha o conservadores, solo alguna que otra excepción como el injustamente olvidado Alberto Lamar Schweyer. Pienso, por mi parte, que en cierto sentido el escritor cubano más propiamente contrarrevolucionario es Lydia Cabrera. Aunque más conocida que Lamar Schweyer, la autora de El Monte está, por cierto, mucho más al margen de cualquier grupo o tradición intelectual cubana que él. Éste procede del "minorismo", al que queda vinculado, aunque sea polémicamente; Lydia Cabrera, en cambio, es ajena a esos debates generacionales, nada tiene que ver las actitudes renovadoras de aquellos años veinte donde surge, al calor de protestas y manifiestos, una cultura cubana de izquierdas. Nada, o poco, con el vanguardismo de la revista de avance, pero tampoco con el catolicismo de Orígenes.

El monte no parece tener modelos ni antecedentes, tampoco descendencia. Más que a los letrados latinoamericanos posteriores a la independencia, desvelados en la constitución del orden republicano, recuerda a cierto tipo de escritura colonial, la de los cronistas, esa escritura híbrida, con sus glosarios de especies americanas y sus relatos intercalados, sus ilustraciones sorprendentes y sus graciosas estampas, anterior al surgimiento de la autoridad propiamente literaria a fines del siglo XIX, que no por gusto es contemporánea de la cristalización de la ciencia etnológica en los primeros trabajos de Ortiz. Acaso la última gran obra del costumbrismo cubano, El monte se publica en los cincuenta, pero da la impresión de que pudo haberse escrito décadas antes.
Si el pasatismo de los origenistas, con su idealización del siglo XIX y su culto a los padres fundadores, es sentimental, se diría que Lydia es ingenua: escribe como fuera del tiempo, como si la historia misma no existiera. Los Cuentos negros remiten al mundo intemporal de la fábula y la leyenda, a la eternidad y universalidad de la naturaleza humana: la envidia, la astucia, la avaricia, la enfermedad y la muerte… Son pocas las referencias históricas en esos relatos; cuando las hay, son a la colonia. No la colonia de los horrores de la plantación, sino una más amable, patriarcal; a la obra de Lydia Cabrera parece subyacer algo de "arcadia colonial", esa idealización de la colonia que compartía con su amiga venezolana Teresa de la Parra, y que puede encontrarse en la siguiente cita:

"En las clases altas, a los esclavos domésticos se les quería como a miembros de la familia. Esto en las de más alta alcurnia. Creo que es harto sabido el lugar que la vieja 'criandera' ocupaba en el hogar, su autoridad sobre los niños de la casa, sin exceptuar al Niño y a la Niña que eran sus amos. Paternalismo, diríamos despectivamente hoy, pero aquel mutuo afecto que los unía hacía honor al siervo y ahora daría envidia a los nuevos esclavos de un moderno implacable régimen esclavista." ("La influencia africana en el pueblo de Cuba")

Desde esa perspectiva conservadora, la independencia misma era un cataclismo; la revolución, entonces, venía a ser una segunda hecatombe, una que venía a destruir lo que quedaba del pasado colonial.

Aunque, según se dice, fue su cuñado Fernando Ortiz quien la llevó por primera vez a las ceremonias ñáñigas, el mundo de Lydia Cabrera es esencialmente distinto al de Ortiz; más cercano, acaso, al del brasileño Gilberto Freyre. En Casa grande y senzala, su reconstrucción nostálgica de la cultura precapitalista del Nordeste brasilero en los tiempos de esplendor del azúcar, Freyre evoca la riqueza del mundo oral de los esclavos domésticos que transmitían cultura a las niñas blancas analfabetas y, particularmente, la figura del ama de leche que mastica la comida antes de dársela al amito de la casa, como mastica el idioma, y lo suaviza todo. En la obra de Lydia es crucial esa figura de la negra criandera, como advirtiera agudamente María Zambrano en su reseña de los Cuentos negros:

"La raza de piel oscura es la nodriza verdadera de la blanca, de todos los blancos en sentido legendario. Lo ha sido de hecho desde la esclavitud y verdadera libertad del liberto de esta Isla de Cuba donde las gentes de más clara estirpe fueron criados por la vieja aya de piel reluciente, cuyos dichos, relatos y canciones mecieron, despertando y adurmiendo a un tiempo, su infancia. Y así la venturosa 'edad de oro' de la vida de cada uno se confunde en la misma lejanía con 'el tiempo aquel' de la fábula, ¡felices los que tuvieron pedagogía fabulosa! Quizá ese vínculo de amor por la vieja aya, por el mundo que rodeó a su infancia de leyendas sea el secreto que a Lydia le ha permitido adentrarse en el mundo de la metamorfosis que a la par es el de la poesía y el de la primera infancia. Memoria, fiel enamorada que ha proseguido su viaje a través de las zonas diversas en que cosas y seres danzan."

Me parece que es justo esta centralidad de la memoria lo que mantiene a Lydia Cabrera fuera de la antinomia de civilización y barbarie, tan medular en la constitución de los estados nacionales en América Latina. En la tradición cubana, ese discurso ilustrado pasa desde Saco ("¿Quién no tiembla al pensar en el enjambre de africanos que nos surca?") a los letrados autonomistas y, ya en la República, a los de Cuba Contemporánea, pero sobre todo se realiza en Ortiz del Hampa afrocubana. Aunque más joven que él, se diría que espiritualmente Lydia es anterior; anterior a la dicotomía entre lombrosianismo y negrismo, la criminalización positivista del negro y su idealización vanguardista, el primer Ortiz y el segundo.

Es sabido que el giro en el pensamiento de Ortiz se enmarca en la crisis general de la Cuba de la década del veinte, cuando se redefine la identidad nacional a partir de una cierta aceptación de la marginada población negra por la élite blanca. En esta coyuntura, Ortiz saluda a comienzos de los treinta la poesía "mulata" (Nicolás Guillén, Eusebia Cosme) como un anuncio de la liberación del "tesoro escondido por la presión infame de la esclavitud": la total asimilación nacional de este rico legado, cuyas más notables expresiones son la música y el baile de los negros, implicaría la superación definitiva de una enajenación que para él sólo puede ser vencida por la atracción erótica amestizadora. El motivo de las nalgas de la negra (que él llama "la metáfora nalgar"), recurrente en la poesía negrista, es leído por Ortiz como la metonimia de un goce que preside el abandono, simbólico y efectivo, de la opresión esclavista.

En el proyecto de nacionalización de lo negro hay, así, una clara consciencia de ese "pecado original" de la nación que fue la esclavitud, y el propósito de exorcizarlo en el espacio integrador, incluso redentor, del afrocubanismo. En mi opinión, poco hay en Lydia Cabrera de esa conciencia histórica de los letrados nacionalistas. En su imagen de Cuba como "un país en que la raza blanca dominante convivió armoniosamente con la negra" ("Las religiones africanas en Cuba") se esfuma la violencia del entrepuente y el barracón, por no hablar de la masacre de 1912, mucho más problemática para los intelectuales republicanos en tanto se produjo ya fuera del orden colonial, es decir, la violencia no recayó sobre súbditos sino sobre ciudadanos.

En El monte, Lydia Cabrera reconoce que la influencia africana sobre la población blanca es "hoy más evidente que en los días de la colonia", pero no emite juicio. "Ha sido mi propósito ofrecer a los especialistas, con toda modestia y la mayor fidelidad, un material que no ha pasado por el filtro peligroso de la interpretación, y de enfrentarlos con los documentos vivos que he tenido la suerte de encontrar."

Aunque su concepción del negro como niño, habitante de ese mundo mágico del que el hombre blanco se habría alejado está en consonancia con el interés por las culturas africanas con el que tuvo contacto durante su larga estancia en París, Lydia Cabrera no es primitivista. Al menos no en el sentido más vanguardista, ese que informa las aventuras radicales de ciertos surrealistas fascinados por el vudú o los cultos mexicanos. Si ese primitivismo, muy influido por las ideas sobre la "decadencia de Occidente" tan en boga en el período de entreguerras, tiende a celebrar lo irracional de la cultura africana como una fuente de vitalidad, a Lydia lo que le fascina del mundo negro es más bien su poesía. Nada que ver con un Artaud persiguiendo en los ancestrales ritos tarahumaras una salida de la cárcel de la subjetividad burguesa. Si semejante primitivismo está ligado a la noción moderna de literatura como "experiencia de los límites", Lydia parece a salvo de ese tipo de conciencia infeliz.

Diario de Cuba, 14 de febrero de 2012
Foto: Mitra Encyclopedia

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