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sábado, 5 de noviembre de 2011

La duquesa del pueblo


Por Elvira Lindo

Hay mañanas en las que todos los periódicos se parecen. Los carcas, los amarillistas, los beatos y los socialdemócratas. Todos ellos, tan habituados a discrepar en titulares y fotos de portada, en ocasiones se dan la mano en el empeño de señalar lo que ha sido una fecha histórica. Son mañanas felices esas en las que los directores de uno y otro signo, de su padre y de su madre, escorados a la izquierda, al centro o a la derecha, se ponen de acuerdo en que hay un acontecimiento que sobresale por encima de todos los demás.

Todos los periódicos parecían iguales la mañana siguiente al asesinato de Kennedy, al de Martin Luther King, a la caída del muro de Berlín, al atentado de las Torres Gemelas, al de los trenes de Atocha, la liberación de Ortega Lara, la muerte de Franco, el golpe de Tejero, la llegada a la Luna, el terremoto en Japón, el triunfo de Obama, la invasión de Irak, el ahorcamiento de Sadam Husein, el trío de las Azores, la ministra embarazada pasando revista a las tropas, el No a la guerra, la acampada de los indignados, la huelga de profesores, y, por supuesto, la mañana de este jueves pasado, en la que los periódicos, saltándose barreras ideológicas y estúpidos orgullos locales, se pusieron de acuerdo para ofrecer a sus lectores el indescriptible baile de la duquesa de Alba después de un sí quiero que se pronunció, como dicen las revistas del ramo, en la más estricta intimidad.

Seamos precisos: no todas las fotos de portada fueron iguales. En honor a la verdad, tenemos que distinguir entre las imágenes en las que aparece la duquesa bailando con manoletinas y aquellas otras en las que, rompiendo con las reglas del estricto protocolo, se las quita y deja a la vista dos entrañables tiritas en los dedos del pie que vienen a simbolizar, según he leído, el espíritu libre de esta duquesa del pueblo. No hablo por hablar (o desde la ignorancia), hablo por boca de los expertos. Les he leído que entre los méritos de la duquesa está el de acumular más títulos nobiliarios que nadie, ¡toma ya!; que la Reina se tendría que inclinar ante ella, ¡eso es mucho!; que podría bailar rumbas (con o sin manoletinas) por toda España sin tener que pisar un solo metro de tierra que no fuera suyo, ¡hala!; que tiene palacios por un tubo y obras de arte como para parar un tren, ¡qué fuerte!; que posee una colección de joyones que supera a la de la reina de Inglaterra, pero que a ella le pierden a la par que la humanizan las baratijas de mercadillo, ¡viva la campechanía!

He leído que Sevilla la adora, que ella adora a Sevilla, y a los toreros y a los gitanos, porque tiene alma de zíngara; he oído con estas orejas que se han de comer la tierra los gritos de la muchedumbre enfervorecida gritándole ¡guapa, guapa! Esa masa entusiasta que en las épocas feudales se llamaba el populacho. He leído que el pueblo se identifica con ella porque es un espíritu libre que desde jovencita hizo de su capa un sayo. Y he leído (también) entre líneas. Y hasta he escuchado a la bella presentadora de Corazón, corazón decir que el novio se quedó perplejo cuando vio a la novia en la puerta de la iglesia. Perplejo. Yo creo que o el redactor es un cachondo o en el momento de escribir el adjetivo le llamó su novia por teléfono.

De cualquier manera, soy humana y me resulta imposible no dejarme arrastrar por la perplejidad del novio, si me permiten los de Corazón, corazón hacer uso del término. Da la impresión de que doña Cayetana ha sentado un precedente histórico, que a partir de este momento todas esas ancianas que tenemos postradas en sillas de ruedas, que no reciben la debida atención de sus hijos y languidecen dando paseítos escoltadas por unas Carmen Tello de origen latinoamericano, van a levantarse y a decir ¡basta! Y el día del espectador estarán mirando en la cola de un cine a que se les aparezca un Alfonso treinta años menor que ellas, que les pida una cita y las haga reír y las quiera por lo que son y no por lo que representan ni por lo que tienen. Bueno, esto último no constituye un problema, porque las abuelas viudas de España, básicamente, ni tienen ni representan nada.

Pero al igual que cada vez que una joven princesa se casa inocula en el corazón de muchas muchachas humildes el deseo de una boda aristocrática, quién no nos dice que el enlace de la duquesa no habrá servido para que en la mente de las ancianas se vuelva a abrir una puerta que hacía treinta años que permanecía cerrada a cal y canto. Sé que algunos varones (amigos míos), en estos días que podríamos definir como mágicos, les han preguntado a sus madres con cierta aprensión si no han acariciado la idea, a raíz de este significativo ejemplo, de liarse la manta a la cabeza y meter a un hombre en casa para cerrar con un buen redoble de tambor el tercer acto de su vida.

Las madres (las de estos amigos míos de los que hablo) les han contestado a sus hijos con total honestidad: qué asco, hijo mío, meter a un tío en casa. Podría parecer esta afirmación un poco ordinaria en boca de una madre, pero no les falta razón: ellas querrían un Alfonso, no un desecho de tienta. Un Alfonso como el de la duquesa, que las quisiera por lo que son y no por lo que tienen o representan. Como el de la duquesa.

El País, 9 de octubre de 2011

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