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jueves, 21 de abril de 2011

Alquimia, pájaros y colores



Por Raúl Rivero

Es verdad que se ha muerto en París, a los 77 años, el pintor Jorge Camacho. Un artista cubano, un habanero, un sabio discreto, educado y culto que arrastró por el mundo, en el mismo catauro invisible, su gloria de creador y el amor por la libertad de su país.

Como fue un surrealista por cuenta propia en La Habana de los 50 y recibió después, en 1961, una carta de naturaleza que le dio en París su amigo André Breton, se le ha despedido y se le recordará como uno de los grandes artistas americanos de ese movimiento.

Su obra está en los más importantes museos del mundo y quedan, en otros nichos de sus residencias en París o de Andalucía, en bibliotecas, refugios y en la memoria de sus numerosos amigos, una colección de recuerdos y huellas del interés del artista por la alquimia, la fotografía, el flamenco, el jazz, la naturaleza y la ornitología. Y, además, una selección de grandes poetas de otras lenguas traducidos al castellano.

Vendrán ahora los estudios eruditos sobre su obra y el examen de los expertos sobre sus paisajes andaluces, su estilo, la técnica y el abordaje de la pieza, pero la gente cercana a él y a su esposa Margarita van a preferir el recuerdo del hombre cuidadosamente sencillo, fiel y afectuoso que tenía sobre la chimenea del comedor de su casa en Los Pajares una foto de Reinaldo Arenas y otra de José Lezama Lima.

Se sentía un habitante del cosmos y no podía padecer nostalgias puntuales. Sus compromisos estaban en el ámbito de su obra, de sus curiosidades y de la amistad. Lo demostró con años de respeto y admiración al novelista de El mundo alucinante.

La escritora Zoé Valdés, una de las personas más cercanas al matrimonio Camacho, escribió esta semana en París que «cuando Reinaldo murió ellos heredaron, mediante testamento del escritor, el legado de sus libros, tanto los inéditos como los editados. Los Camacho siempre hablaban de la gran responsabilidad que tenían con esa obra, y con inmenso amor la han tratado».

«La amistad de Arenas y Camacho», dijo Valdés, «fue oro puro, un encuentro de dos fuerzas superiores, de dos gotas luminosas».

El pintor ha llegado a la muerte desde muchos caminos y muchos tiempos. Descubrió el surrealismo sin salir de su ciudad natal y, en esa manera universal de asumir el arte, Camacho halló un mundo que revelaba sueños y facilitaba «una búsqueda constante de la libertad creadora a través del automatismo, tanto poético como pictórico».

El artista identificó los tres postulados fundamentales del surrealismo: amor, libertad y poesía. Y allí se quedó hasta cerrar los ojos.
Por El Mundo, 2 de abril de 2011
Foto de Zoé Valdés

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