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sábado, 12 de febrero de 2011

De los solares habaneros



Por Zoé Valdés

Yo nací y crecí en un solar de La Habana Vieja, lo que está ampliamente comprobado. También estuve a punto de perder la vida con sólo 10 años en el derrumbe de ese solar, que estuvo situado en la calle Muralla 160, entre Cuba y San Ignacio, en el corazón de La Habana Vieja. Mi abuela fue la última en quedarse en el solar, se negaba a irse, y aunque aceptó el albergue de la calle Monserrate no le gustaba la comida que nos daban: jurel tieso con un arroz insípido, todo frío, porque era una comida que llegaba en cantinas. En ese lugar, el albergue de Montserrate, hacinados, vivimos durante años. Allí debíamos vivir, dormir, en literas en fila.

Había un piso de mujeres y niños, y otro para hombres. Las broncas sucedían a diario, y presencié fajazones a machetazos limpio. Las condiciones para el baño eran deplorables, sobre todo para los niños asmáticos como yo. Mi abuela consiguió entonces que la taquillera del cine Actualidades nos permitiera lavarnos en los lavabos del cine, y con un jarro y una palangana nos aseábamos a pocos pasos donde cantaban a dúo Françoise D’Orléac y Catherine Deneuve. También pasábamos horas y noches enteras viendo cientos de veces la misma película en aquella sala en penumbras.

Pero mi abuela estaba obsesionada con sus animales, doce jaulas de canarios, palomares en la azotea del solar, una jicotea, un gallo nombrado Solito, porque no había quien se le acercara de los picotazos que daba, la cotorra, el gato, el perro. Todo eso en un cuarto. Cuando declararon al inmueble en mal estado, nos obligaron a ir al Albergue de Monserrate, y no nos confirmaron nunca fecha de duración de permanencia en aquel sitio horroroso. Cada día, mi abuela entraba conmigo, a escondidas, en el solar de Muralla (nos habían advertido que si nos sorprendían entrando en el solar nuestras posibilidades de recibir el derecho a una casa serían mínimas), subíamos sorteando los huecos y los apuntalamientos, y entrábamos en el cuarto a darle de comer a los animales, y de paso comíamos nosotras.

Precisamente estábamos comiendo arroz y huevo, cuando una boronilla empezó a caer desde el techo. Mi abuela cogió un cofrecito del altar de la Santa Bárbara, a mí me dio un halón de la mano, y nos precipitamos hacia la escalera. El edificio se derrumbó detrás de nosotros, pudimos contemplar el derrumbe desde la acera del frente; la fachada, sin embargo, quedó intacta. La polvareda apenas nos permitía ver, y después de unos segundos de parálisis corrimos desquiciadas hacia Inquisidor donde teníamos a unos amigos. Lo perdimos todos. Nuestros animales murieron. Hubiera podido ser peor, por supuesto. Mi madre se encontraba en el trabajo.

Así soportamos, sin nada, viviendo de la caridad de algunos familiares y vecinos, dos largos años que a mí me parecieron siglos. Fueron, sin embargo, los dos años de mi vida de mejor rendimiento escolar. Hasta que nos permitieron alquilar una nueva vivienda, siempre con el gobierno de propietario, hasta que la pagáramos entera. Mi madre nunca pudo terminar de pagarla, lo hice yo después de llevar unos cuantos años de trabajo. La nueva vivienda fue un apartamentico de un cuarto, una sala pequeña, un baño y una cocina diminutos, para mi madre y yo, en la calle Empedrado. Mi abuela le tocó lo mismo en la calle Infanta, pero no sobrevivió más que seis meses al dolor de haber perdido sus animales y sus pertenencias.

Sin embargo, yo no me siento orgullosa ni por el contrario avergonzada por haber nacido y crecido en un solar, y luego en un albergue. Simplemente fue lo que me tocó, y eso fue lo que trajo el barco. Eso soy yo. En mi solar había gente de todo tipo, la mayoría muy educada. Eran personas criadas antes de la revolución. Mi mejor amiguita era Maritza Landa Lora, y también sus dos hermanos eran mis amigos, ambos de procedencia campesina, y Julia, una negrita cocotimba con una voz de ensueño. Luego estaba una mulatica que se llamaba Cira, y después estaban Laura, la hija de la mulata Mechunga, que tenía fama de chusma, pero jamás la vi en nada que tuviera que ver con bronca de solar ni cosa que se le pareciera remotamente. Putona sí que era, y muy graciosa.

La mayoría de los negros eran maestros, enfermeros, y músicos. La gallega Nieves y Osiris la asturiana nunca supe a lo que se dedicaron después que les nacionalizaron la quincalla y la bodega, ah sí, el marido de la segunda se ahorcó y ella se dio candela poco tiempo después, dentro del cuarto, y junto con la mulata Mercedes fueron las más conflictivas. Luego estaban Los Mocosos, que eran una familia de asmáticos a los que siempre se les salían unas velas verdosas enormes de las narices, a los que me unía precisamente la enfermedad. Gracias a nosotros, los asmáticos, fue que la Reforma Urbana se apresuró a darnos el derecho a otra vivienda.

En mi solar había chismes, enredos, dimes y diretes. Sin embargo, las broncas a piñazos siempre se ventilaban en la calle, fuera de la vista de los niños. Los niños éramos sagrados. Sólo vi dos broncas, mi abuela con la santera Mercedes, en un lío de clientes-creyentes, mi abuela también era santera. Y otra en relación al rescabuchador del baño colectivo, Luis, el marido de Eva, la madre de los asmáticos, al que le cayeron a seborucos y a improperios debido a su maldito vicio de mirahuecos, en que no perdonaba ni a los hombres.

El Albino era considerado un dios, no se metía con nadie, y cocinaba unos frijoles negros que solamente de recordar el olor no puedo evitar relamerme de gusto.

Y claro, estaban los macheteros permanentes, los ñángaras de turno, y los oportunistas del Comité de Defensa de la Revolución. Esos eran los más conflictivos, los que siempre querían sobresalir, destacarse, tirando mierda encima de los demás, pero de manera muy “fizna y apreparada”, e incluso convirtiéndolo todo en un problema político. Ellos estaban por encima de todos nosotros, ellos eran los buenos, los héroes, los cabecillas, los jefes, los que controlaban la vida de todos nosotros. Por supuesto, a ellos les dieron casa primero que a los demás.

Sus hijos eran los mejores en sus escuelas –según ellos-, y nos trataban a nosotros, los hijos de los obreros, como si fuéramos mierda. Es más, apenas nos miraban. Éramos escoria, basura, para ellos, claro.

Debo aclarar que jamás he renegado de dónde vengo y tampoco he despreciado a ninguna de las personas que conformaron aquel universo que fue mi infancia. Cada una de esas personas me enseñaron algo, me enriquecieron. Y como nadie es perfecto, de ser una niña tímida, enfermiza, delgadita, a la que le encantaba patinar de la casa a la iglesia, corriendo el riesgo de que me apedrearan al entrar y al salir de la iglesia del Espíritu Santo, o de la Merced, pasé de un mundo apacible a un mundo violento, en una noche, cuando en la esquina de San Ignacio, Andresito me pidió que perteneciera a la pandilla del parque Habana. Yo tendría nueve años y medio, a la mañana siguiente falté a clases y me fui con ellos a brincar de azotea en azotea, a visitar peligrosos derrumbes, a volar papalotes, y a robar palomas. Hasta que mi abuela se enteró y los morados de la paliza me duraron un mes. Así se enseñaba en mi época.

Los que me conocen saben que jamás me vieron en enredos de ningún tipo, ni hablando mal de nadie, ni en el chisme, y mucho menos en el brete. No necesito de eso. Jamás he necesitado de nada de eso para construir la obra que he construido sola, sin apoyo de nadie, al contrario, a contracorriente. Lo que sí aprendí en mi poco tiempo de pandillera es que incluso entre los pandilleros hay códigos que se respetan, y amistades que no se traicionan, y una ética en la que las cosas se dicen de frente. Y que no se puede conseguir adeptos para luego mofarse de ellos traicionándolos o escondiéndoles información, peloteándoles la bola, para mantenerlos a distancia.

El desprecio es lo que peor yo llevo, debe ser el resultado de mi infancia solariega. Porque en múltiples ocasiones vi cómo los hijos de los pinchos eran mejor tratados, a ellos se les daba todo, mientras que a los hijos de los trabajadores nos dejaban para último y nos despreciaban y humillaban de manera insolente.

Sin embargo, yo desprecio a los insolentes. Desprecio su manera de expresarse, la manera de hablar, los tonos de la voz, como si hubieran nacido colocados encima de un pedestal, y por tripa del ombligo una medalla condecorativa. Desprecio a los zoquetes, profundamente, porque detrás de cada zoquete hay un ignorante. Detrás de cada insolente inevitablemente hay siempre un acomplejado, alguien al que la vida no le ha costado nada, porque sencillamente se la ha inventado, porque todo es mentira en la vida que llevan, y jamás han tenido que esforzarse trabajando duro, es más, cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo salieron huyendo del trabajo y del esfuerzo como del diablo.

Por eso, cuando observo a un zoquete de éstos rebajar las críticas que se hacen en democracia a insultos solariegos, me río a carcajadas. En primer lugar porque sin ir más lejos, en el Parlamento francés, en la Asamblea, los insultos y las broncas que se arman son peores que las que presencié yo en un solar de La Habana Vieja, y es que eso es también la gran política.

Por otro lado, para mí el solar cubano significa precisamente el resultado de eso que algunos llaman identidad, y yo llamo expresiones del mestizaje. Una de las primeras películas cubanas después del triunfo de Aquel Desastre en 1959, se llamó -no por gusto- Un día en el solar. Su autor es uno de los más reconocidos escritores y dramaturgos cubanos (y francés) del exilio: Eduardo Manet.

Por eso, responder a una pregunta haciendo alusión a conductas solariegas, con cierto desprecio, apartándose de ellas con insolencia y velada zoquetería, corresponde a una de las actitudes más castristas y comunistas que se hayan visto jamás. Quien así habla, mintiendo además, no puede apreciarse a sí misma, porque no aprecia el universo en el que nació y creció, lo que siempre deberemos comprobar, dado que este tipo de personas es muy proclive al engaño y a la mentira sobre su propia vida, y a esconder sus verdaderos móviles para conseguir sus propósitos.

Yo vivo en una sociedad libre, hace mucho tiempo que dejé el solar, pero no me avergüenzo de haber nacido y crecido en uno de ellos, es más, toda mi literatura surgió de allí. De las lecturas que también allí hice, en el cuarto donde leía debajo de un bombillo pelado. Muchas de las personas que engrandecieron nuestra cultura y lucharon por la libertad de Cuba vivieron en solares: José Martí, Juan Gualberto Gómez, Julián del Casal, y asi, infinitamente. Muchos de ellos prefirieron a los “chusmas plebeyos” leales a la libertad de Cuba, que a los “criollos” falsamente patricios que vendieron al país. Porque de eso se trata, de vender un país que sólo ha existido en las ínfulas de grandeza de unos cuantos de ellos, que han tenido como modelo única y exclusivamente a Fidel Castro.

Video: Sonia Calero y Roberto Rodríguez bailan el Dúo de la escoba, en una escena de Un día en el solar, de Eduardo Manet. Realizada en 1965, fue la primera comedia musical cubana filmada en technicolor.

Blog de Zoé Valdés, 14 de diciembre de 2010.

1 comentario:

  1. Gracias, querida Tania, gracias por el video, y por tu amistad.

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