Por Iván García
Es la ciudad subterránea. La de la cara fea. Donde las calles están repletas de huracos, y sus casas de fachadas sucias y sin pintura están agrietadas y descuidadas.
Bienvenido al mundo clandestino de La Habana. Aquí no valen los cheques, ni las tarjetas de créditos. No. Se paga con efectivo. Al cash. Preferentemente en pesos convertibles, euros o dólares gringos.
Se vende de todo. Si usted busca materiales de construcción, un tipo con facha de tunante, en la antesala de una cuartería inmunda le señala el lugar donde se vende cemento a granel, piedra, cabillas y arena, robada la noche anterior de alguna obra estatal.
Aquí, en los barrios negros y pobre de San Leopoldo, Los Sitios, Carraguao, Jesús María, Belén, Parraga, Palo Cagao, Los Pocitos, Zamora o Luyanó, son algunos de los mercados negros donde se abastecen la mayoría de los citadinos para complementar las magras dietas que nos ofrece el racionamiento alimenticio gubernamental.
Una señora de espejuelos toscos, de gruesos cristales, ofrece arroz “de la yuma” (Estados Unidos) a 7 pesos (0.40 centavos de dólar) la libra. Justo en la casa aledaña, separada por una pared de madera, roída y húmeda, un negro enclenque vende leche en polvo a 30 pesos la libra (1 dólar 20 centavos).
Esta es la Habana de carne y hueso. Donde no hay sitios turísticos, ni lugares de interés para que los forasteros tiren fotos en sus cámaras digitales. Aquí la gente apenas trabaja. Y roba mucho.
Se vive de la compraventa, el lucro, casas de juegos ilegales y señores repletos de cadenas de 18 quilates que se dedican a empeñar objetos de valor.
Se come una vez al día. No hay horario de cena. Las personas se alimentan de lo que pueden. Y se toma ron a granel por cantidades industriales.
Es de estos barrios bajos donde salen las espectaculares jineteras que a la vuelta de los años terminan del brazo de un extranjero. De un barrio pobre salió Dinio, el cubano que vivía de su verga y de noticias del corazón en España.
También músicos de nivel como Lucrecia, o Yotuel cantante del grupo Orisha. En un solar en el corazón de Cayo Hueso, un barrio obrero y donde la ilegalidad es el pan de cada día, nació Omara Portuondo, la diva de Buena Vista Social Club.
En el callejón de Hammel, en el propio barrio, una noche oscura y estrellada de mediados de los años 50, surgió el grupo de cultores del “feeling”, encabezados por los gigantes José Antonio Méndez y Cesar Portillo de la Luz.
Aquí, en estos barrios claves del mercado subterráneo, nacieron muchos de los beisbolistas que brillan y ganan salarios de seis ceros en las Grandes Ligas de Estados Unidos.
Es en esas cuarterías devastadas, donde se expende la mejor marihuana y cocaína de La Habana. Donde se alquilan putas por diez dólares la noche. Y donde si quiere solucionar un problema a tiros, puede comprar una pistola rusa Makarov.
Usted logra conseguir comida en cajitas de cartón a 30 pesos. Remedos de pizzas. Carne de cerdo fresca, jamón elaborado de forma clandestina en el patio trasero de una casa. También puede cargar con varios kilos de sal, arroz o aceite de cocina, artículos que por estos días están desaparecidos en La Habana.
También se consiguen piezas para autos. Guitarras de cajón y tambores. Incluso artículos eróticos como consoladores y vibradores. Se venden ropas de marca, pelucas y bisoñés de calidad. Se alquilan trajes para las chicas que llegan a los 15 años. Y se ofrecen fontaneros, jardineros y albañiles para reparar sus casas.
No es aconsejable que los turistas caminen solos por estos lares. De noche son peligrosos. Para cualquiera. Ya sea cubano o forastero.
Si a su paso por la capital cubana no visitó sus barrios humildes y feos, jamás conoció La Habana profunda. Se llevó cientos de fotos del Capitolio, El Morro y el Malecón, pero no estuvo en la La Habana real. La que respira sudor ácido y alcohol destilado. La de las fiestas de santo o los plantes de abakuá. Donde se habla un lenguaje en clave que sólo conocen los habaneros auténticos.
De cualquier manera, aún está a tiempo para conocerla.
Foto: Robin Thom, Flickr
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