Por Néstor Díaz de Villegas
El castrismo contiene una fuerte dosis de lo extraordinario: Fidelito, niño atómico y doctor en física nuclear, es el primer experimento genético castrista, y el segundo en la fila de la sucesión monárquica. Ese niño, que pronto cumplirá 62 años, es el resultado de la hibridación de los Castro Ruz con los Díaz-Balart.
Mariela Castro, su bella prima, es mujer astuta, firme y supuestamente liberal. La “amiga de los gays” cubanos se presenta también como candidata al trono, y sólo ella, por el momento, parece estar capacitada para conducir el país hacia una etapa de liberalizaciones dentro del marco jurídico de una monarquía participativa.
Una vez eliminados Celia y Abel Hart, queda el apuesto Antonio Castro, un doctor en medicina y aspirante a gerente deportivo. Potencialmente, el consorcio Castro & Hijos está en condiciones de impulsar las reformas, reorganizar la economía, y convocar a una asamblea legislativa que lo ratifique como lo que ya es desde hace más de medio siglo: nuestra familia real; el sínodo de una Santa Sede latinoamericana.
Sin embargo, ninguna reforma podrá conllevar -como argumentan correctamente los teóricos castristas- la restauración del viejo Estado batistiano, o de cualquier otro tipo de status quo prerrevolucionario, incluida la obsoleta Constitución del 40, y mucho menos facilitar el transplante a La Habana del “milagro” económico miamense: los esquemas de la democracia y del mercado libre deberán ser declarados insuficientes, inoperantes e inconstitucionales. Sólo la proclamación de la monarquía (en el sentido de “gobierno de propiedad privada” que atribuye a ese término el filósofo y economista alemán Hans-Hermann Hoppe) ha de considerarse, en la presente coyuntura, auténticamente progresista.
Recordemos que, contrario a lo que se repite a menudo, la democracia no ha “regresado” realmente a Hispanoamérica, sino que se atrincheró en un club de dictaduras más o menos procastristas que arribaron a Palacio por el camino trillado de las urnas. Lo que se concibe hoy como “democrático” es apenas un convenio: a cambio de la no-violencia, a cambio de la jubilación de las tropas de choque entrenadas en Cuba, se renuncia al parlamentarismo.
Ciertamente, sería inoportuno hablar de democracia parlamentaria en el caso de Venezuela, de Ecuador o de Bolivia; y el impulso que llevó -y mantiene- a los Kirchners a la Casa Rosada tiene más de putsch al neoliberalismo que de auténtica renovación republicana. El caso de Honduras demuestra que las “democracias” procubanas vienen con defectos de fábrica, y que se requerirán años de reajustes antes de alcanzar un reeleccionismo a prueba de sufragios.
Padecen de una peculiar ceguera aquéllos que descartan la evidencia de la infinitud del castrismo: su mecanismo de duración, su infalible prototipo de continuidad, tomó prestado del catolicismo, del fascismo y del absolutismo. El castrismo es un sincretismo.
El aspecto más apasionante del castrismo, como fenómeno histórico, biológico, mediático y termodinámico, es que no acabará nunca, que perdurará para siempre. O si se prefiere expresarlo en lenguaje escolástico: “Por los siglos de los siglos, amén”.
Una vez eliminados Celia y Abel Hart, queda el apuesto Antonio Castro, un doctor en medicina y aspirante a gerente deportivo. Potencialmente, el consorcio Castro & Hijos está en condiciones de impulsar las reformas, reorganizar la economía, y convocar a una asamblea legislativa que lo ratifique como lo que ya es desde hace más de medio siglo: nuestra familia real; el sínodo de una Santa Sede latinoamericana.
Sin embargo, ninguna reforma podrá conllevar -como argumentan correctamente los teóricos castristas- la restauración del viejo Estado batistiano, o de cualquier otro tipo de status quo prerrevolucionario, incluida la obsoleta Constitución del 40, y mucho menos facilitar el transplante a La Habana del “milagro” económico miamense: los esquemas de la democracia y del mercado libre deberán ser declarados insuficientes, inoperantes e inconstitucionales. Sólo la proclamación de la monarquía (en el sentido de “gobierno de propiedad privada” que atribuye a ese término el filósofo y economista alemán Hans-Hermann Hoppe) ha de considerarse, en la presente coyuntura, auténticamente progresista.
Recordemos que, contrario a lo que se repite a menudo, la democracia no ha “regresado” realmente a Hispanoamérica, sino que se atrincheró en un club de dictaduras más o menos procastristas que arribaron a Palacio por el camino trillado de las urnas. Lo que se concibe hoy como “democrático” es apenas un convenio: a cambio de la no-violencia, a cambio de la jubilación de las tropas de choque entrenadas en Cuba, se renuncia al parlamentarismo.
Ciertamente, sería inoportuno hablar de democracia parlamentaria en el caso de Venezuela, de Ecuador o de Bolivia; y el impulso que llevó -y mantiene- a los Kirchners a la Casa Rosada tiene más de putsch al neoliberalismo que de auténtica renovación republicana. El caso de Honduras demuestra que las “democracias” procubanas vienen con defectos de fábrica, y que se requerirán años de reajustes antes de alcanzar un reeleccionismo a prueba de sufragios.
Padecen de una peculiar ceguera aquéllos que descartan la evidencia de la infinitud del castrismo: su mecanismo de duración, su infalible prototipo de continuidad, tomó prestado del catolicismo, del fascismo y del absolutismo. El castrismo es un sincretismo.
El aspecto más apasionante del castrismo, como fenómeno histórico, biológico, mediático y termodinámico, es que no acabará nunca, que perdurará para siempre. O si se prefiere expresarlo en lenguaje escolástico: “Por los siglos de los siglos, amén”.
Publicado en Diario de Cuba.
Foto: Fidel Castro abraza a su hijo Fidelito cuando el 8 de enero de 1959 el ejército rebelde entró en La Habana.
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