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jueves, 23 de septiembre de 2010

Cuba dentro de un piano

Por Roberto Méndez
Cuando el pianista francés Juan Federico Edelmann, a mediados de 1832 ofreció su primer concierto en el Teatro Principal de La Habana, ignoraba que estaba inaugurando una tradición en la Isla, que rinde hoy sus mejores frutos en el quehacer de artistas tan diversos como Jorge Luis Prats, Chucho Valdés y José María Vitier.
Edelmann, hijo de un compositor guillotinado durante la Revolución Francesa, abrió en La Habana un almacén de música que era a la vez casa impresora. Actualizó a los músicos habaneros en el repertorio internacional, sacó de sus prensas por décadas las últimas contradanzas, canciones y caprichos de los creadores locales y fue profesor de Manuel Saumell, quien pasaría a la posteridad por su colección de Contradanzas, donde está en embrión una manera criolla de hacer música. En las más notables: Recuerdos tristes, La Tedesco y La Caridad, hay lo que Alejo Carpentier en su libro La música en Cuba llamara “una invención rítmica y melódica” asombrosa.
Sin embargo, es una figura enigmática la que abre la gran pianística romántica en Cuba: Nicolás Ruiz Espadero (1832-1890). Instrumentista dotado de una técnica excepcional, a pesar de haber recibido apenas una formación doméstica con su madre, una pianista española de relieve local, quiso emular a los grandes virtuosos que dominaban los salones de Europa, a la manera de Liszt o Thalberg.
Su encuentro en 1854 con el novelesco compositor de Louisiana, Louis Moreau Gottchalk, fortaleció sus ansias de apertura al mundo, siempre frenadas por una invencible timidez. Su Canto del guajiro fue editado en París en 1874 por León Escudier, dejó también un Canto del esclavo, un Canto tropical y diversas contradanzas.
Aunque en sus composiciones la voz criolla resulta parcialmente ahogada por los esquemas destinados al lucimiento más o menos superficial del aparato técnico, hay en ellas un auténtico talento. De él dijo Martí: “era arpa magnífica, que en la fiereza del silencio, entona un himno fúnebre a todo lo que muere: ¡saluda con alborozo de aurora a lo que nace: recoge en acordes estridentes los gritos de la tierra, cuando triunfa la tempestad y viene la luz del rayo!”.
Por aquellos años, la enseñanza del piano se extendía en La Habana y en varias ciudades del interior. En 1861, cuando Gottschalk estrenó en el Teatro Tacón su extravagante sinfonía Una noche en el trópico, sustituyó la inexistente orquesta por nada menos que cuarenta pianos y no le fue difícil encontrar ejecutantes para todos ellos. El propio Espadero, en la penumbra de su hogar tuvo varios discípulos: Angelina Sicouret, Carlos Alfredo Peyrellade y el más notable de ellos: Ignacio Cervantes (1847-1905), quien completó sus estudios en el Conservatorio de París con Marmontel y Alkan.
Cervantes ganó en Europa el aprecio de Liszt y Rossini, fue cálidamente elogiado por Paderewsky. Pronto se alejó del estilo salonesco de su primer maestro y se orientó hacia un repertorio riguroso en el que alternaban Bach, Mozart, Beethoven. Fue el primer pianista “concertista” cubano en el sentido moderno del término.
Sus danzas para piano están llenas de huellas de Chopin, sin olvidar la impronta -casi inevitable- de Liszt. Si el instrumentista, muy bien dotado técnicamente, era capaz de dar a la luz obras de un virtuosismo fácil donde el elemento local apenas sirve para dar un poco de colorido a la exhibición técnica, como ocurre con su Gran Potpourrí de Aires Nacionales o su Gran Vals Brillante en Mi Bemol Mayor, es, curiosamente, en las formas menores donde se muestra más auténticamente su espíritu.
Cervantes llevará la danza cubana al máximo de sus posibilidades compositivas y más que piezas bailables, éstas se convertirán en obras de concierto, de fuerte carga psicológica, donde encarna mucho de lo mejor del espíritu musical cubano.
En su estudio Acerca de la literatura pianística cubana del siglo XIX, la propia Hilda Melis comprueba con asombro como en las danzas de Cervantes, además de la significativa impronta de la música europea, no hay citas textuales tomadas del folklore cubano, sin embargo el resultado sonoro es esencialmente autóctono.
Esto pudiera parecer paradójico, pero viene a demostrar que el compositor no es un folklorista o un nacionalista a ultranza, sino alguien que sabe expresarse “en cubano” aunque emplee un instrumental aprendido en Europa. Cuando escuchamos algunas de sus composiciones más difundidas como Los tres golpes, Adiós a Cuba o Los muñecos, sentimos que estamos en el terreno de lo propio bien asimilado.
Mientras tanto, otra alumna de Espadero, Cecilia Arizti, hija de un pianista muy apreciado en su época, compuso en su hogar del Cerro un breve conjunto de piezas muy apreciables, empleando los formatos rapsódicos que habían hecho célebre a Chopin: nocturnos, barcarolas, valses, improptus, scherzos.
Su condición femenina limitó mucho su carrera musical y sus creaciones, aunque editadas hace unas décadas, no han encontrado aún quien les haga justicia; a pesar de la delicadeza y sensibilidad que en ellas puso, raramente son ejecutadas en concierto.
Correspondió a un inquieto inmigrante holandés, Hubert de Blanck, la sistematización de los estudios musicales en la Isla. Fue su Conservatorio de Música y Declamación, creado el 1 de octubre de 1885, en Galiano 124, el primero en proponerse un plan de estudio a desarrollar en ocho años, con un repertorio previamente delineado y además del instrumento, la impartición de asignaturas complementarias: Solfeo, Teoría, Armonía.
Anexos a esta institución surgieron la revista La Propaganda Musical, la sala Espadero, destinada a la celebración de conciertos con instrumentistas cubanos y extranjeros y los famosos “Conciertos Históricos”, ciclos destinados a dar a conocer al público cubano obras fundamentales, acompañadas de comentarios eruditos. Después de su muerte, su labor fue continuada, hasta los años 60 del siglo XX, por sus hijas Margot y Olga.
En las primeras décadas del período republicano, la enseñanza musical y con ella, muy especialmente la del piano, se desarrolla de manera notable. Junto al Conservatorio Hubert de Blanck, van surgiendo otros de cierto prestigio como Peyrellade, Falcón, Orbón, Pastor y la Academia O 'Farrill, luego Conservatorio Municipal de Música de La Habana.
Muchas de estas instituciones se extendieron al interior del país por el sistema de “incorporados” y expedían títulos con validez oficial, a partir de un currículo preestablecido y la supervisión de los exámenes finales. Aunque en ocasiones esto tuvo un simple carácter comercial, es indudable que ayudó a diseminar por toda la Isla la obsesión pianística, sin que por esto se olvide el valor de muchas figuras locales de prestigio, desde las Señoritas Cóndom en Matanzas, hasta los eternos rivales en Camagüey, el catalán Félix Rafols y el nicaragüense Louis Aguirre D'Orio, pasando por dos profesoras emblemáticas en Santiago de Cuba: Dulce María Serret y Conchita Rubio.
Es llamativo que la primera mitad del siglo XX produjera en Cuba, al menos dos figuras fundamentales de la pianística: José Echániz -hijo del pianista español del mismo nombre- y Jorge Bolet, cuyas carreras, en lo fundamental, se desarrollaron en los grandes circuitos internacionales, mientras en el país lograban un nivel apreciable figuras como Flora Mora, César Pérez Sentenat, Angela Quintana, Margot Rojas, Margot Díaz Dorticós, Nenita Escandón y Zenaida Manfugás, muchas de las cuales desarrollaron además una importante carrera pedagógica.
Sin embargo, una figura fuera de toda clasificación, Ernesto Lecuona, vendría a demostrar que la gloria podía conquistarse lejos de las salas de conservatorios. Heredero de una tradición en la que se fundían lo culto y lo popular, como había sucedido con Saumell y Cervantes, dueño de una técnica excepcional que gustaba de exhibir a la manera de un Espadero, creó su propio repertorio y dotó a la pianística insular de obras imprescindibles en los programas actuales, desde el romanticismo tardío de Ante el Escorial y San Francisco El Grande, hasta el tipicismo de la Danza lucumí y Ahí viene el chino.
En esta línea, a la sombra de los teatros de variedades, bares y cafés florecerán los talentos de Ignacio Villa (Bola de Nieve), Felo Bergaza, Frank Emilio, Pedro Júztiz, Bebo Valdés, Mario Romeu. En todos ellos, tan diversos entre sí, está la voluntad de hacer un pianismo de alto nivel, que presupone la capacidad improvisativa, la riqueza armónica y la voluntad de fundir los ritmos cubanos con elementos derivados del jazz y los géneros de moda en cada época.
Ellos han sido antecesores de estrellas contemporáneas como Emiliano Salvador, Chucho Valdés, José María Vitier y Gonzalito Rubalcaba y han signado una manera cubana de tocar, que si bien no ha sido reconocida como escuela, puede ser distinguida y aclamada por el público y la crítica de varios continentes.
Uno de los rasgos llamativos del pianismo cubano, es la diversidad de influencias que han gravitado sobre su enseñanza.
A pesar de la proximidad a Estados Unidos, ha sido Europa el centro de atracción fundamental de los artistas insulares. Si artistas como Rosario Franco y Ñola Sahig perfeccionaron sus conocimientos en la célebre Juilliard School of Musicde Nueva York, muchos otros se orientaron hacia el Viejo Continente.
En París completaron su formación Cecilio Tieles y Jorge Gómez Labraña, poco antes de que el período revolucionario y las crecientes relaciones con la Europa del Este facilitaran a la inquieta Ivette Hernández realizar estudios en Alemania y los conservatorios de la URSS , especialmente el célebre Tchaikovski de Moscú, abrieran sus puertas a sucesivas generaciones de pianistas cubanos, como Karelia Escalante, Frank Fernández y Ninoska Fernández Brito.
La pedagogía musical rusa, exigente y virtuosa, tuvo una fecunda influencia en los cubanos -mucho más de la que pudo apreciarse en otras artes como la plástica, el ballet y el cine-, los dotó de una formación superior, en los aspectos técnico y teórico, sin que por ello coartara sus rasgos nacionales.
Curiosamente, los cubanos nunca fueron los favoritos en los grandes certámenes soviéticos. El caso de Frank Fernández, primer solista cubano al que se abrieron las puertas de la Gran Sala del Conservatorio moscovita, para ejecutar el Concierto No. 1 para piano y orquesta de Tchaikovski, con grandes aclamaciones, no se repitió con frecuencia, a pesar del paso por allí, de otros notables talentos insulares.
Los pianistas cubanos debieron su consagración a los circuitos tradicionales, como sucedió en el célebre caso de Jorge Luis Prats, cuyo premio Marguerite Long obtenido en París en 1977, ante un jurado de eminentes pianistas como Magda Tagliaferro y Paul Badura Skoda, le abrió las puertas de la fama en Occidente sin pasar por el visto bueno de las naciones de la Europa del Este.
Ninguna otra nación de América, pudo contar en el siglo XX con un número tal de pianistas de relieve, no sólo los concertistas ya citados o los músicos “populares” capaces de convencer a las élites más exigentes, sino también a otros de labor menos visible, entre los que podrían contarse aquellos dedicados a la música de cámara como Araceli Hernández Asiaín, Pura Ortiz, Esther Ferrer, Alberto Joya y los “repertoristas” que tanto contribuyeron a la formación y desarrollo de grandes voces de la lírica cubana: Luis Borbolla, Alfredo Levi, Esperanza Luaces, Juan Espinosa. En las primeras décadas del siglo XX, Cuba era una de las naciones con mayor número de pianos por familia, numerosos comerciantes de las más célebres marcas: Chassaigne, Chickering, Stainway, se enriquecieron gracias a la amplitud de la demanda, lo que explicaría también el que los intérpretes más afamados del instrumento en el mundo fueran aclamados alguna vez en la isla, desde el legendario Paderewsky, hasta Arturo Rubinstein, Claudio Arrau, Rosa Renard, Alicia Delarrocha y Alina Czerny-Stefanska.
¿Razones de esta casi sinrazón cultural? Las mismas que hicieron que Rafael Alberti descubriera en su infancia gaditana a “Cuba dentro de un piano”.
Jorge Luis Prats interpretando La Malagueña
Publicado en Palabra Nueva, octubre de 2009.

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