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miércoles, 11 de agosto de 2010

El derecho a la mentira

Por Raúl Rivero
Si le hemos creído a Gabriel García Márquez que no se puede mirar mucho a los gallos porque se gastan; si le hemos creído a un poeta de tercera de Centroamérica que amar a una bailarina es amar el aire... Entonces tenemos que creerle a Pío Leyva todas las historias que cantó en su vida con un tumbao de guaracha debajo de su voz.
Llegó al Buena Vista Social Club después de haber debutado, todavía niño, en un bar llamado La Cocaleca y de recorrer, ya en la espuma de la fama, los cabarés más espectaculares de La Habana. Vivió entre 1922 y 2006 y su nombre está en esa lista borrosa donde se ven claros los de Benny Moré, Bebo Valdés, Miguelito Cuní, Barbarito Díez, Celia Cruz y Olga Guillot.
Pío Leyva cantó de todo, pero cada vez que se habla de él hay que recordar El mentiroso porque con ese número, un homenaje personal a la desmesura y al delirio, se ha quedado en la historia de la música cubana.
El artista juraba que había escuchado cantar a un chivo, que asistió al nacimiento de una vaca con colmillos de elefante y se declaraba propietario y entrenador de un guanajo maromero y de un cangrejo beisbolista.
Leyva paseó por el mundo una cucaracha que le enyugaba los bueyes en su finca y el relato del fabuloso negocio que hizo al vender los dientes de un cerdo para que se usaran como puente en una carretera.
El coro le gritaba mentiroso en los intermedios de las improvisaciones, pero mucha gente cree todavía en ese zoológico de Pío porque los grandes artistas no se gastan con el tiempo como se gastan, con las miradas fijas, los gallos de García Márquez.

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