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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Monarquía amenazada por falta de audiencia


Por John Carlin

La familia real británica es la telenovela de más éxito y de más larga duración de todos los tiempos. Los ingredientes no se los hubiera podido imaginar ni el más desmesurado guionista: aristocracia, dinero, palacios, bellas mujeres, parajes jet-set, amores y desamores, escándalos sexuales, millonarios árabes e, incluso, una muerte trágica, con aires de conspiración.

Y tiene otro factor adicional a su favor, especialmente dentro del Reino Unido. Se trata de una familia con la que, mucho más allá de la lógica y la razón, la gente se identifica como si tuviera con ella una relación sanguínea, o al menos tribal. Pero hoy, aunque el escenario es el mismo, los ratings bajan, la historia pierde gas. Y la culpa la tiene la nueva generación, sus más recientes protagonistas, los que se suponía que iban a relevar al célebre elenco que lideró Diana de Gales: su hijo mayor, el príncipe Guillermo, y su novia desde hace cinco años, Kate Middleton.

La camada actual, que incluye al hermano de Guillermo, el príncipe Enrique, no parece tener visos de repetir las memorables andanzas que ocurrieron en 1992, el annus horribilis real, como la mismísima reina Isabel lo resumió. El año comenzó con el divorcio de la hija de la reina, la princesa Ana, y con la publicación de las fotos de la duquesa de York, la esposa del segundo hijo de la reina, Sarah Ferguson, en top less en el Caribe junto a un “asesor financiero”, un tejano con afición a chuparle los dedos de los pies.

Pero aquello sólo fue el solemne preámbulo de las grabaciones que salieron a la luz pública, primero de una susurrada conversación telefónica que Diana mantuvo con un joven vendedor de coches y después las de su marido, el heredero al trono, el príncipe Carlos, con su amante Camilla Parker-Bowles, en la que éste le confesó, entre otras intimidades, que soñaba con ocupar el lugar de su tampón, de “vivir dentro de tus pantalones”. A Diana la oímos declarar: “¡Mierda! ¡Después de todo lo que yo he hecho para esta jodida familia real!”. Diana y Carlos se separaron y aquel año acabó con un enorme incendio en el castillo favorito de la reina, el palacio de Windsor.

Diana entonces nos regaló cinco años de lucha contra la bulimia, campañas en exóticos destinos africanos a favor de gente con sida y víctimas de minas, y affaires con médicos paquistaníes, soldados y jugadores de rugby. Su muerte en un accidente de coche en 1997 fue la noticia de la década, y dio juego para 10 años más mientras se resolvía la cuestión de si realmente el coche se estrelló debido a la alcoholemia del chófer de su amante, Dodi al Fayed, o si el servicio de espionaje británico, MI6, había asesinado a la pareja. Esa duda ya está resuelta, salvo en la mente resentida del padre de Dodi, y el poco fuego que nos quedaba en el drama Carlos y Camilla, ambos de más de sesenta años, se extinguió cuando se casaron en 2006.

Hoy, Guillermo, de 26 años, y Kate, de 27, dominan el escenario. Son jóvenes, ricos y guapos, pero los encargados de la producción de la telenovela, los tabloides británicos y las revistas del corazón se retuercen en el esfuerzo de exprimirles un poco de jugo. Es una historia de pareja tan tediosamente convencional, que cualquier buitre común y corriente de la prensa inglesa sería capaz de localizar una con más sal, buscando al azar, en los barrios londinenses de Kensington o Chelsea. Hay mejor materia prima en los reality shows o en las vidas privadas de los jugadores de fútbol que en el palacio real. No es ninguna casualidad que se le haya dado el apodo de Beckingham Palace a la residencia inglesa de David y Victoria Beckham, los herederos verdaderos de Diana y Carlos en el imaginario colectivo inglés.

¿Qué sabemos de Guillermo y Kate? Que se conocieron en la Universidad de Saint Andrew’s, en Escocia, en 2001; que ella rompió con su anterior novio en diciembre de 2003 y al poco tiempo inició una relación con Guillermo; que los dos son más que suficientemente fotogénicos; que rompieron hace un tiempo y, unas semanas después (sin ningún escándalo de por medio, sin lágrimas, ni bulimias, ni terceros), volvieron a estar juntos. Él ha hecho todo lo que tiene que hacer un heredero al trono: consiguió un título universitario, pasó por una etapa en el ejército, aprendió a pilotar helicópteros en la Fuerza Aérea y de ahí se pasó a la Marina.

A diferencia de su hermano Enrique, no le han permitido ir a la guerra, pero sus asesores de comunicación se esforzaron para convertir una misión naval antidrogas en la que participó el año pasado en una escena heroica de Piratas del Caribe, mar que se suele asociar más con escapadas románticas reales que con gestas marciales. En un episodio que en España se podría considerar como de sir Francis Drake al revés, el público inglés vio al príncipe marinero en las portadas de todos los tabloides protagonizando, pistola en mano, la exitosa caza de un barco lleno de cocaína.

Por lo demás, se recuerda que hace unos años aparecían fotos de Guillermo aparentemente borracho en un exclusivo bar de copas londinense llamado Mahiki. La única diferencia en este caso entre el príncipe y el veinteañero medio inglés es que las bebidas en Mahiki cuestan diez veces más que en cualquier pub, y que a la salida del bar no vomitó, ni asaltó a nadie, ni se lanzó sobre ninguna mujer. Lo más cercano a un escándalo, y la prensa británica tuvo que exprimirse los sesos para convencer a su público de que podría haberlo sido, ocurrió la noche en la que voló en un helicóptero militar a la casa de su novia, expedición que le costó al Ministerio de Defensa unos 10.000 euros. Columnistas del progresista The Guardian se horrorizaron ante semejante uso del dinero estatal, pero el gran público ni se inmutó. Tras el despilfarro diario de sus impuestos en la guerra de Blair y Bush en Irak, lo de Guillermo no olía a motivo para montar barricadas en Pall Mall y llamar a un alzamiento nacional antimonárquico.

En cuanto a Kate Middleton, la posible futura reina, lo más interesante de ella es que no lo es. La pobre chica está condenada de por vida a ser comparada con la que podría haber sido su suegra, pero aun sin Diana en la sombra, nunca será un personaje que llame la atención. Seguramente hubieran despedido al guionista que la hubiera propuesto como sustituta de Diana. La poca gracia que tiene –aunque es perfecta, guapa y se porta y viste con estilo– deriva de su condición de mujer de clase media inglesa de aspecto normal. El poco morbo que se ha podido extraer de su relación con Guillermo es que, como la princesa Letizia en España, no tiene la más mínima gota de sangre real.

Mientras la abuela de Guillermo correteaba en los años treinta por los interminables pasillos del castillo de Balmoral, la de Kate pasaba frío y a veces hambre (eran tiempos de depresión económica) en la estrecha casa pagada por el Estado en la que vivía con su madre y su padre, un obrero que murió a los 51 años tras una larga enfermedad pulmonar contraída durante la I Guerra Mundial.

Mientras la madre de Guillermo preparaba su discurso navideño en el yate real, Britannia, la de Kate trabajaba como azafata en una línea aérea. Ascendió un par de escaños de la burguesía al casarse con un piloto. Todo lo cual sirvió de material a la prensa inglesa para explorar por enésima vez el tema tan trillado, y cada día menos relevante, del sistema de clase social británico. Especialmente cuando Guillermo y Kate rompieron en abril de 2007. Sencillamente, no se proporcionó ninguna información al respecto, ninguna explicación. Se separaron, cosa que ocurre con cierta frecuencia entre parejas de jóvenes que no viven juntos y ni siquiera están comprometidos, y punto.

Los rumores rápidamente se convirtieron en verdades absolutas tipo que Kate tenía “el corazón roto”, aunque fotos de ella tomadas por los incansables paparazzi en aquella época no delataban ninguna señal de tristeza, ni mucho menos de anorexia nerviosa. Esa situación requirió que hubiera de inventarse algo para alimentar el hambre de chismorreo de un pueblo inglés al que le fascinan los pormenores de las vidas de los demás, pero que, notoriamente reprimido, detesta verse a sí mismo en el espejo.

Tenía que haber algo y ese algo resultó ser la madre de Kate, la historia de los abuelos de clase obrera. Se desató una tormenta mediática. Ella era la causa de la ruptura. Los chicos querían seguir con su idilio de cuento de hadas, pero la reina, apoyada por el establishment británico, había vetado la posibilidad de que se casasen.

No era cuestión sólo de que Carole Middleton hubiera trabajado sirviendo comidas incomestibles en aviones comerciales, había hechos más recientes que la descalificaban como suegra real. Tres, concretamente. Uno, durante la ceremonia de graduación de Guillermo en la academia militar de Sandhurst se la vio, o se la creyó ver, masticando chicle. Dos, cuando se reunió con la reina por primera vez, la madre de Kate le dijo: “Encantada de conocerla”. Nadie puede dirigirse así a la reina, según un antiguo protocolo excavado por la casi totalidad de los encargados en los medios informativos de narrar la historia real. Y tres, Carole Middleton utilizó una palabra no permitida, también en presencia de la reina, al preguntar dónde estaba el baño. La palabra que pronunció, según cuentan, fue “loo”. Algo así como “retrete”.

La gran conversación nacional sobre si el supuesto esnobismo de la reina estaba o no justificado se esfumó a los dos meses, cuando alguien del entorno del príncipe le contó a un periodista que había visto a Guillermo y a Kate besándose, y con entusiasmo. Lo que nadie se preguntó en el ínterin fue si quizá a la reina le daría igual la condición social de la novia de su nieto, o si incluso preferiría a una de clase tirando a baja, dada su experiencia con Diana, dama de pedigrí aristocrático impecable.

¿Qué sabemos de Kate, aparte de que ha estado con Guillermo, sin líos aparentes, durante cinco largos años? Pues muy poco. Le gusta hacer gimnasia; tiene alergia a los caballos (eso limitará su contacto social con la reina, que es fanática de las carreras); echa una mano de vez en cuando en la empresa de sus padres, un negocio de fiestas para niños, pero por lo demás no trabaja; se le acusa, al no haber metido nunca la pata en público, de poseer madurez y sofisticación, y una vez un fotógrafo la pilló hablando por el móvil mientras conducía por el campo. No se aproxima a Diana ni en escándalos ni en magnetismo. Cuando Diana entraba en una habitación, todo el mundo decía que brillaba; Kate pasa más bien desapercibida. Todo indica que es una buena chica, igual que Guillermo es un buen chico, y nada más.

Ni siquiera hay un problema con su religión. Que se sepa, Kate no tiene ninguna, como corresponde a una persona normal en el país menos religioso de Europa occidental. Lo cual significa que no tendrá ningún reparo en identificarse, en el caso de que Guillermo le proponga matrimonio (acontecimiento que, según The Sun y el Daily Mail, hace cuatro años, era inminente, “cuestión de días”), como fiel practicante de la iglesia anglicana.

Una de las maravillosas aberraciones de la monarquía inglesa es que para formar parte de ella uno no puede ser ni ateo, ni budista, ni católico, ni nada que no sea miembro de la iglesia que fundó el antepasado de Guillermo, Enrique VIII, debido a su deseo de divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Para que el nieto mayor de la reina Isabel, el hijo de la princesa Ana, Peter Phillips, pudiera casarse el año pasado con una mujer de origen canadiense, ella tuvo primero que renunciar a su fe católica. Algo que hizo, al parecer, sin pensárselo dos veces; le hubiera resultado más complicado si hubiera sido, por ejemplo, musulmana. Dado el creciente número de británicos que han abrazado el Islam, y la presión pública que ejerce el Gobierno de su majestad para fomentar la tolerancia y la integración, éste es otro motivo para que la reina celebre la burguesa banalidad de la posible futura reina.

El día que se casen Guillermo y Kate, si es que se casan, habrá un repunte significativo en los ratings de la telenovela. Pero difícilmente durará. Se quieren mucho, o eso parece; se sienten cómodos juntos, y, en el caso de William, lo más probable es que siga el ejemplo de muchos hijos de parejas tormentosas: hacer todo lo posible para cuidar su relación, para buscarle un puerto de aguas serenas.

El problema, el gran problema que esconde esta apacible escena matrimonial, es que puede acabar resultando subversiva. En una época en la que el público británico se ha acostumbrado a otra clase de espectáculos, semejante sensatez y normalidad pueden llegar a resultar inaceptables. Lo que acabe con el loco, o simpático, o absurdo, o glorioso (cada cual que elija el que prefiera) anacronismo de la familia real inglesa no será quizá ni el exceso en los gastos públicos, ni un repentino tsunami de fervor republicano, ni mucho menos, como se temía en el annus horribilis, la desintegración familiar y el desenfreno sexual. Lo que amenaza con acabar con la monarquía inglesa, en tiempos de Guillermo y Kate, podría ser algo mucho más peligroso: la deserción en masa de los súbditos británicos por falta de interés, por puro aburrimiento.

(Publicado en El País el 22 de marzo de 2009).

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