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viernes, 11 de septiembre de 2009

Brasil en mi vida (V)


Por Tania Quintero

Muy valorados eran también los tés. Cuando mi primera nieta nació, en junio de 1994, conservábamos todavía una caja de té de flores y frutas del Dr. Oetker que nos habían enviado de Brasil. A las tres semanas de nacida a la niña la ingresaron en el hospital Hijas de Galicia para hacerle unos análisis: se sospechaba -y resultó cierto- que tenía la bilirrubina alta. Para que resultara efectiva la prueba, mi hija tenía que interrumpir la lactancia durante ocho horas por lo menos. Aunque lo ideal, dijeron, sería que la bebita estuviera doce horas sin lactar. Acordamos que a las 8 de la noche le daría la última toma y después la madre se iría, para no "torturarla" con el olor de la leche materna.

Sin que mi hija supiera nada, en la casa, antes de salir para el hospital, preparé un té brasileño de flores y frutas, lo endulcé con un poquitico de miel de abejas y así, calientico, lo eché en un termo pequeño. A los 21 días, mi nieta, que había nacido a los ocho meses, nunca había tomado agua, sólo leche de pecho. El médico había sugerido llevar un tete (chupete) para ponérselo cuando empezara a llorar por hambre. Lo llevé, pero también llevé un pequeño pomito plástico para echar el té.

Sobre las 10 de la noche comenzó a llorar. Intenté calmarla con el tete , mas contínuamente lo rechazaba. La cargué y empecé a caminar con ella de un lado a otro del cuarto. La enfermera vino y me dijo: "Prepárese para una larga y dura noche". Por suerte en el cuarto estaba sola. Al no poder mitigar su llanto, a las 11 decidí intentar calmarla con una onza del té brasileiro. Se lo bebió enseguida. La cargué, le saqué los gases y la volví a acostar. Durmió dos horas de un tirón. A la 1 comenzó a llorar de nuevo. Decidí darle otra onza más, la última, pues seis horas más tarde, a las 7 de la mañana, le sacarían sangre del calcañal. Volvió a tomarse el té con desesperación.

La odisea comenzó dos horas más tarde, cuando ya no debía, no podía, darle nada más. Entonces se me ocurrió ponerle el pomito vacío, que conservaba el olor, acomodado en una almohada y ella, pobrecita, chupaba y chupaba hasta que se dormía y le quitaba el pomo. Cuando a las 6 de la mañana mi hija llegó, lo primero que hizo fue preguntarle a las enfermeras como había pasado yo la noche con la niña. Y ellas le dijeron que, comparado con otros casos, apenas había llorado. Mi hija quedó extrañada y ya en el cuarto, le conté la verdad.

El té de flores y frutas no fue lo primero que mi primera nieta conoció de Brasil. Casi toda su canastilla fue brasileira . Gracias a Julio Mauricio, amigo residente en Florianópolis, Santa Catarina, quien en 1993, antes de viajar a Cuba, me telefoneó para saber qué necesitábamos. Le conté que mi hija estaba embarazada y daría a luz a mediados de 1994. Ya en La Habana me llamó para que fuera al hotel Copacabana, donde estaba hospedado. Me pidió que no fuera sola, porque era demasiado pesado el paquete. Mi hijo Iván me acompañó. Cuando llegamos nos estaba esperando en el lobby , luego de conversar un rato e invitarnos a tomar algo, nos pidió que le acompañáramos a su habitación a recoger las cosas. Cuando vimos los dos maletines no lo podíamos creer. En uno había ropita de bebé, y para nosotros jabones, desodorante y champú. El otro maletín estaba repleto de alimentos no perecederos.

Si trabajo nos había costado llegar en ómnibus desde La Víbora hasta Miramar, en extremos opuestos de la capital, ¿cómo íbamos a regresar con todo ese cargamento? Julio Mauricio lo había previsto: fue a la piquera de taxis, habló con un chofer y le preguntó cuánto aproximadamente costaría dejarnos en nuestro domicilio. "Diez dólares", respondió el taxista. Retornó al lobby del hotel, donde lo esperábamos con los dos maletines y nos dió un billete de diez dólares y dos de veinte, cincuenta dólares en total. Le dijimos que era demasiado, que con el billete de diez era suficiente. Insistió que nos lleváramos esa cantidad, por si acaso. Cuando el taxi llegó frente a nuestro edificio el taxímetro marcaba 8 dólares, pero el chofer, amable, bajó, abrió el maletero, cargó un maletín él y le dio el otro a mi hijo, y los subieron hasta nuestro apartamento, en un primer piso. Allí le dimos los diez dólares.

Mi hija, que estaba haciendo un embarazo de riesgo y a los tres meses el médico le dio una licencia anticipada de maternidad, se volvió loca de contenta. Mi madre también. Más felices no podíamos estar con la llegada de un Rey Mago procedente de Santa Catarina.

La alegría no había hecho más que empezar. Dos días después, Julio Mauricio me invitó a acompañarlo al Museo de la Revolución y después. a almorzar en la mesa-buffet del hotel Sevilla. Antes de despedirnos, él me preguntó la dirección de una gran tienda que llamaban Diplomercado. Le dije que quedaba en 3ra. y 70, Miramar, relativamente cerca del Copacabana, donde se hospedaba. El día antes de su partida me llamó para que pasara por el hotel a despedirnos. Cuando llegué, en el lobby me esperaba con otro gran bolso. Esta vez lleno de alimentos comprados en el Diplomercado: carne de res y de puerco, pollo, jamón, pescado, queso, huevos, aceite, café, azúcar, leche en polvo... ¡Primera vez que comíamos productos de la más famosa shopping y que hasta la despenalización del dólar, el 26 de julio de 1993, había sido exclusiva para diplomáticos y extranjeros!

Pidió un taxi y después que el chofer puso el bolso en el asiento trasero, en el bolsillo de mi blusa metió unos dólares doblados y me dijo: "Para que pagues el taxi". Los cogí para devolvérselos, mientras le decía que yo tenía encima el dinero que nos había dado a mi hijo y a mí en el anterior encuentro. Pero él le hizo una seña al taxista y éste arrancó. Me había puesto un billete de 10 dólares y cuatro de 20.

Nunca más he vuelto a saber de Julio Mauricio. Pero mi familia ni yo nunca olvidaremos a ese catarinense que ni siquiera era amigo directo mío, sino amigo de una amiga, y que viajó expresamente a Cuba para tratar de aliviar un poco nuestra agónica existencia, multiplicada después que en 1990 el gobierno cubano, tras la desaparición de la URSS y la caída del Muro de Berlín, decidió implantar un período especial en tiempos de paz.

Un japonés fuera de serie

Enero de 1991. Estaba concentrada en los preparativos de un programa televisivo sobre las bicicletas, cuando un viernes recibo una llamada de un uruguayo comunicándome que en el hotel Las Yagrumas, en San Antonio de los Baños, a 20 kilómetros de la ciudad de La Habana, se hospedaba Tomio Kikuchi, de quien ya había oído hablar por Tamiko Shimizu y Mary Nobuko, macrobióticas las dos. Con el uruguayo combiné para al día siguiente, sábado, encontrarnos en la estación ferroviaria de Tulipán, Nuevo Vedado. Allí logramos tomar y malamente acomodarnos en un viejo tren cuya parada final era en San Antonio. Luego de caminar algunas cuadras, llegamos al hotel.

Tomio Kikuchi había nacido en Japón en 1926 y era once años más joven que Fernando de Barros, pero también era delgado y de baja estatura. Los dos tenían la misma vitalidad y vestían informalmente. La diferencia de edad no se notaba. Lo que los diferenciaba era la raza y la temática: si el mundo de Fernando de Barros era la moda, el de Tomio Kikuchi era la macrobiótica.

Brasil no es una nación que se caracterice por su veneración a las personas ancianas y longevas, por el contrario, tienen muy arraigado el culto a la juventud, la belleza y los cuerpos perfectos. Por ello me enorgullece haber podido conocer a dos hombres que, sin haber nacido en Brasil, dieron lo mejor de sí para que su gente estuviera mejor informada en materia de alimentación y vestuario.

En una entrevista a Gilberto Gil publicada en El País el 12 de enero de 2004, el cantante, compositor y ministro de cultura, cuando el periodista le preguntó si seguía cuidando su cuerpo y su espíritu, respondió: " Ah, sí, con la ritmopráctica -una antigimnasia de origen oriental- todos los días, una hora, y una dieta macrobiótica. Es una compilación que ha hecho el maestro Tomio Kikuchi, un japonés que vive en Sao Paulo y trajo a Brasil el sistema dietético japonés desarrollado por George Oshawa, que se propagó por Estados Unidos y ciertas partes de Europa. Cada día, a partir de las siete de la mañana, hago mis ejercicios durante una hora. No soy un vegetariano fundamentalista, pero evito comer carne siempre que puedo. Por lo que siento, creo que estoy bien.

La macrobiótica se remonta a inicios de 1920. Su creador, el japonés George Oshawa (1893-1966), sistematizó antiguas teorías orientales, basándose en el principio del Ying (energía negativa, fría) y el Yang (energía positiva, caliente). En los años 50 dos de sus más aplicados discípulos, Michio Kushi y Tomio Kikuchi, partieron rumbo al continente americano. Kushi se establecería en los Estados Unidos y Kikuchi en Brasil.

Más que dieta alimentaria, la macrobiótica es una nueva actitud hacia uno mismo y hacia otros, hacia la sociedad y el planeta. Con esos conceptos bajo el brazo llegó Tomio Kikuchi a Cuba en enero de 1991, apenas un año después de la implantación del período especial. Con las mejores intenciones, el profesor Kikuchi pensó que podría aportar su granito de arena para que la población cubana se afectara lo menos posible tras el desabastecimiento y agudización de las penurias, consecuencia, en primer lugar, de la debacle del socialismo en Europa y, en segundo, por los reiterados y pésimos resultados de la economía y la producción de alimentos y articulos de la industria ligera nacional.

En esas circunstancias difíciles, ¿quién era la persona idónea ante la cual Kikuchi pudiera argumentar su tesis y mostrar sus experiencias? Fidel Castro, por supuesto. Si el presidente cubano se mostraba receptivo e interesado en la macrobiótica, ésta se podría llevar a cabo en la empobrecida isla. Si no, pasaría inadvertida, como finalmente ocurrió. Asi funcionan las cosas en Cuba.

Mi amigo, el ingeniero José Ramón López y yo hicimos lo posible e imposible por lograr que Castro recibiera a Kikuchi. No lo conseguimos, pese a tener como mediadores personas de su entorno muy interesadas en el tema. Lo que sí conseguimos fue prepararle a Kikuchi un modesto programa e interesar a unos cuantos amigos en la macrobiótica. Organizamos dos conversatorios, uno en el Instituto de Alimentación, Higiene y Epidemiología y otro en el Museo Nacional de Bellas Artes. Con grandes dificultades, López consiguió arroz integral, vegetales y otros alimentos "sanos" y nos invitó a almorzar en su casa a Kikuchi y a mí.

Además de estos encuentros, de la estancia de Tomio Kikuchi en Cuba quedó una entrevista que le hice para el noticiero de televisión y un material que posteriormente López preparó y rústicamente imprimió y del cual en algún lugar de La Habana debe quedar un ejemplar.

A modo de despedida


En diez años conocí a más de doscientos brasileños. Lamentablemente, por causa de la represión y mi posterior exilio en Suiza, no conservo cartas ni tarjetas personales. Sólo unas decenas de nombres, anotados en pequeños papeles o en mi memoria:

Oswaldo França Jr., Cristina Agostinho, Julio Mauricio, Severo Gomes y su esposa Maria Henriqueta, Aparicio Basilio da Silva, Sergio Grandi, Fernando de Barros y su hijo Fernando Valeika, Paulo Alfonso Grisolli, Augusto Nunes, Sebastião Roque y su entonces esposa Sueli y su hija Mariana; Eduardo Della Coletta, Luiz Fernando Mercadante, Daniel Filho, Doc Comparato, Helba Nogueira, Nélida Piñón, Luiz Carlos Barreto, Lucy Barreto y su señora madre, cuyo nombre he olvidado; Maria Estela Rahal, Elcio Costa Moreira, Ana Mae Barbosa, Tomio Kikuchi, Karen Müller, Bernadette Cruz, Maria Aparecida Alves Giannotti, Beatriz Cintra Labaki, Maria Isabel Ramos, Eurivo Cruz, Regina Duarte, Maité Proença, Jorge Amado y su esposa; Nelson Pereira dos Santos, Tizuka Yamasaki, Suzana Amaral, Chico Buarque de Hollanda, Thiago de Mello, Frei Betto y su hermana Teresa; Cristina Victer, Claudia Sampaio, Peter Zama Santos, Concepción Marques Rubinger, Rose Nogueira, Dalva Alves, Sonia Maria Audi, Dalva Zouain, Guilherme de Faria Barreto, Helena Junqueira, Flavia Sampaio Leite, Leda Gomes de Oliveira, Iracema Pinto do Amaral, Isolina Penin Souza de Lima, José Carlos Peliano y su esposa Heliana; João Breno Ruschel, Maria Julia da Costa Belem, Lucinda Gonçalves Fernandes Coelho, Dr. Luiz Carvalho de Souza, Mary Nobuko, Maria do Socorro Nascimento, Maria Ignez Molina Sansone, Maria Aparecida Sanches de Fonseca, Maria del Pilar Puertas, Patricia Pimentel y su esposo José Alves;Graça y Eladio Pimentel, Mayumi Takai, Mirian Chrystus, Marcia de Oliveira, Marilda Varejão, Tania Fusco, Maria Lucia Oliveira, Sonia Regina Guzella, Satoko y Ciro Tomoi; Sonia Isoyama Venancio, Tamiko y Takashi Shimizu, Teresa y André Haguette, Vassilik T. Constantinidou, Vanderlei y Catia Pascutti; Vera Motta, Zenaide Ribeiro de Oliveira, María José Gutiérrez y Sack, Violette Nagib Amary, Vera Lucia S. Mello y Fabio Altmann, entre otros.

Con esta lista inconclusa termino. A todos, mencionados o no, vivos o muertos, mi cariño, recuerdo y gratitud.

Foto: Rio de Janeiro, Google-Imágenes.

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