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viernes, 5 de junio de 2009

Harry Potter y la revolución escatimada (III)


Por Tania Quintero

En la planta baja quedaba un local de conferencias. Allí se celebraban las "Charlas de los Jueves". No me perdía ninguna. Fue mi primera escuela de comunismo. Habían pasado seis años y ya había olvidado a Liu Shao Shi y su manual. Resuelta a zambullirme de cabeza en la doctrina marxista leninista, le pedí al "tío Paco" una relación de libros a leer. Me hizo dos listas: una contenía la literatura básica, elemental, y otra más avanzada. A raíz de su muerte, en 1985, doné al Instituto de Historia del comité central del Partido Comunista de Cuba los manuscritos de Blas Roca, entre ellos los dos listados para un autoadoctrinamiento que nunca seguí al pie de la letra.

Los comunistas no eran nuevos en esa plaza: hasta julio de 1953 en esa misma cuadra y acera de la céntrica avenida de Carlos III, habían tenido sus oficinas nacionales, pero tras la represión desatada por el asalto al cuartel Moncada, fueron obligadas a cerrarlas. Volvieron a abrirlas en 1959, mas no en el mismo sitio: el antiguo local había sido convertido en almacén de tabacos. En la misma esquina de Marqués González tuvieron la suerte de encontrar y poder alquilar una casona de dos plantas con amplios salones. La planta baja, con acceso directo a la calle, la destinaron para actos y conferencias como las "Charlas de los Jueves".

Cuando se subía por la amplia escalera, en el primer piso, a la izquierda, estaban las oficinas nacionales y a la derecha las del comité provincial del PSP en La Habana, entonces una sola provincia. Su secretario general era César Escalante, hermano de Aníbal. Los Escalante provenían de una familia de raigambre patriótica. César, alto y delgado, no se parecía a Aníbal, más gordo y siempre con un sombrero tejano. En el carácter sí: los dos tenían fuertes personalidades. A César se debe la creación de la primera COR (Comisión de Orientación Revolucionaria), después devenida en DOR. Charlas, folletos, propaganda: todo eso y más se le acreditaba a César y su equipo de colaboradores.

Los días previos a la ley de nacionalización de las compañias extranjeras, estadounidenses en su mayoría, César tuvo una actividad febril, junto a otros miembros del comité nacional del PSP. Lo recuerdo ir y venir desde sus oficinas a las nuestras, serio, apurado. Fueron dos días con sus noches muy tensos y de mucho correcorre, con reuniones contínuas, llamadas, idas y venidas, imagino que para deliberar con Fidel y Raúl. Y yo, claro, mecanografiando, cambiando párrafos, rehaciendo cuartillas.

El colofón sería el acto en el Stadium del Cerro (actual Estadio Latinoamericano). Por si no bastara su repercusión, tuvo un ingrediente mediático extra: en medio de su discurso Fidel Castro enmudeció. De aquella Ley trascendental, la imagen que me ha quedado es el caminar apresurado de César Escalante, Fidel afónico, los americanos encabronados y yo muerta de cansancio.

Si en aquel potaje la "especialidad" de César era la ideología, la de su hermano Aníbal era el rumbo político de la revolución. O al menos eso era lo que me parecía, pues Aníbal era el enlace entre la dirección nacional del PSP y Alejandro, seudónimo de Fidel Castro. Cada vez que un mensaje escrito debía ser enviado a Alejandro, Guerrero me hacía dejar lo que estuviera realizando y de prisa me llevaba para la oficina de Aníbal, situada entre la de Guerrero y Manolo Luzardo, al fondo del local.

En una Underwood situada en un rincón, Aníbal me mandaba a sentar, mientras él, dando zancadas de un lado a otro, empezaba a dictarme. Y yo tiquitiquitiquiti. Hacía una pausa y me decía:

-A ver, léeme qué has puesto ahí.

-Aníbal, puse lo que usted me dictó.

-Vamos, vamos, lee y no hables.

Y yo le leía. Si le parecía bien seguía dictando, si no, me hacía sacar el papel, él lo rompía y empezaba a dictar de nuevo. Aníbal me decía las comas, puntos y aparte, punto y seguido, aunque no se necesitaban demasiadas reglas ortográficas: siempre eran mensajes cortos, apremiantes.

Desde que veía a Guerrero venir hacia mí como un gallito culeco, para mis adentros decia: "Uf, ahí viene Guerrero para un cortayclava de Aníbal".

Ninguna de esas urgencias me causaban mayor preocupación. Era joven y aquellos dimesidiretes políticos no me quitaban el sueño. Joven, pero no tonta, me daba cuenta de que tenían razón los enemigos incipientes de la revolución cuando comenzaron a propagar que "la revolución era como un melón, verde por fuera y roja por dentro". Sin sonrojarse, Fidel los desmentía y aseguraba que era más verde que las palmas. Sí, que las palmas del Soviet de Mabay (el 13 de septiembre de 1933, dirigidos por el comunista Rogelio Recio, los campesinos del ingenio Mabay, en el poblado del mismo nombre, en la antigua provincia de Oriente, decidieron unirse y fundar un gobierno popular, bautizado con el nombre de Soviet de Mabay; ese día, en lo más alto del central azucarero ondearía la bandera roja con la hoz y el martillo).

Por suerte, siempre que aparecía un corta y clava yo estaba ahí y no tomándome un café con leche en la cafetería al lado del periódico Revolución, en Carlos III y Oquendo o más arriba, en otra más pequeña, detrás de la Compañía Cubana de Eletricidad, donde por una peseta me tomaba una deliciosa limonada frappé.

Esas salidas eran para merendar. A donde solía escaparme era al periódico Hoy, a tres cuadras, en la calle Desagüe, o a la librería de Lalo Carrasco, enfrente. A veces iba con mi padre a tomar café con leche en Reina y Belascoaín y aprovechaba para comprar algunas de las delicias vendidas en una tiendecita aledaña: cremitas de leche de Cascorro, cucuruchos de Baracoa, raspadura, boniatillo, coquitos prietos o acaramelados, pasta de tamarindo, guayaba en barra, mermelada o casquitos, en fin, dulces tradicionales de toda Cuba.

(Continuará)

Foto: Biblioteca del Partido Socialista Popular, mayo de 1945. Ed Clark, revista Life.

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