Por Tania Quintero
Foto: Lucía Castillo, Flickr
Un cocuyo hace su aparición. La niña, asustada, se lo dice a la madre. "Hay un bichito con una luz". La madre busca un pomito de cristal y lo captura. Le abre unos huecos a la tapa, para que pueda respirar. El cocuyo, inteligente, se hace el muerto. La niña llora. "Mamá, se murió".
La madre la convence para que lo suelte. "Ningún animal, por muy pequeño que sea, debe tenerse encerrado". La niña vira el pomo en un cubo con tierra del portal de la casa donde aún no ha florecido el marpacífico. Oh alegría, el cocuyo salió volando. Su lucecita se pierde en la noche del verano cubano.
Pasan los días y la niña vigila en la oscuridad. Quiere que vuelva ese cocuyo. U otro cualquiera. Ha descubierto a uno de los insectos más llamativos de la fauna nacional.
Pero lo que descubre, a la hora de irse a dormir, es otro bichito. Raro. Excéntrico. No se parece a una cucaracha. Ni a una lagartija. Es más grande que el moscón que se posó el domingo, anunciando visita. "Mami, ¿y éste cómo se llama?". La madre duda. Hasta que el grillo se pone a cantar. Entonces le responde con otra pregunta: "¿Recuerdas el cuento del libro que te regaló tu abuela?". Mas la pequeña no responde. Se ha quedado dormida. Ahora son dos los grillos que cantan.
Son anécdotas reales. Ocurridas en La Habana del 2001. Tan verídicas como la mariposa azul y blanca sobrevolando un jardín de vicarias moradas por la barriada de Santos Suárez. O el ciempiés que sin pudor salió contoneándose por el patio cementado de la tía que vive en Lawton.
Alegrías que pueden parecer insignificantes en esta ciudad, este país y este mundo donde el hombre agrede día tras día a la naturaleza. A un ritmo que puede hacer desaparecer, para siempre, mariposas, grillos, cocuyos y ciempiés. Bichitos que sólo quedarían como ilustración en los libros de texto del próximo milenio.
(Publicado en Encuentro en la Red el 20 de julio de 2001)
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