Por Iván García, desde La Habana
La revolución de Fidel Castro enseñó a leer a los cubanos. En sus inicios, cuando la experiencia fidelista causaba furor mundial entre los intelectuales, las editoriales nacionales publicaban anualmente una cifra extraordinaria de volúmenes literarios.
Los grandes clásicos estuvieron al alcance de todos: desde Don Quijote, primer libro editado por la revolución, hasta la nueva ola de escritores latinoamericanos que años después serían famosos: Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, entre otros. Prácticamente se publicó todo lo interesante que había en el espectro literario universal (Goethe, Dickens, Víctor Hugo, Mann) y en el nacional, de Cirilo Villaverde a Miguel de Carrión, de José Martí a Nicolás Guillén.
Después de 1961, cuando en el panorama cultural se impuso el anatema con la revolución todo, contra la revolución nada, los que no aceptaron convertirse en amanuenses optaron por el exilio, como Guillermo Cabrera Infante, o por largas estancias en el extranjero, como Alejo Carpentier, quien respaldaba el proceso revolucionario desde París. En la isla, maestros de la talla de Virgilio Piñera o José Lezama Lima pasaban al ostracismo y solo después de su muerte comenzaron a ser útiles a la propaganda gubernamental. Sin embargo, las librerías seguían abarrotadas de tomos de filosofía marxista y de obras de escritores rusos, muchos de ellos exponentes del realismo socialista.
En 1990, a raíz de decretarse el período especial, consecuencia de la caída del Muro de Berlín y del socialismo en el este de Europa, los libros, buenos o malos, desaparecieron de los estantes oficiales. Si antes se encontraba un oasis creativo, ahora el desierto era total. Entre 1959 y 1960 se imprimieron un millón de ejemplares y 45 mil títulos a precios módicos, pero en los últimos seis años la producción ha sido insignificante: unos pocos miles de ejemplares y medio centenar de títulos a precios exhorbitantes para el salario promedio (200 pesos, menos de 10 dólares).
Esta sequía ha traído consigo que el interés por la lectura haya decaído notablemente. La difícil supervivencia diaria ha provocado la apatía hacia la lectura y el resultado es un ciudadano con un nivel cultural cada vez más empobrecido.
El cubano se ha convertido en una especie de fantasma corpóreo al que las letras impresas le aburren y le asustan. En las bibliotecas, los fondos han disminuido casi en la misma medida en que ha aumentado la acción depredadora de inescrupulosos usuarios.
La prensa oficialista ha querido revitalizar una campaña en favor de la lectura, pero ésta no tiene el soporte material imprescindible. A la escasez de papel hay que sumar la arbitraria censura que mutila o prohibe todo texto que considere amenazador o que simplemente haga pensar en un modelo nuevo de sociedad. En las sociedades cerradas, como la cubana, los medios de comunicación no son autonómos y el desequilibrio en el flujo informativo suele primar. Gobernar es más fácil cuando se pueden silenciar opiniones contrarias o discrepantes.
Como única opción, a los lectores de la década de los 90 les ha quedado la posibilidad de alquilar novelas y best sellers en pequeños negocios por cuenta propia (todos clandestinos) o darse el lujo de destinar los escasos dólares -usualmente dedicados para artículos de primera necesidad- en la adquisición de libros en establecimientos donde los estantes están repletos.
Por lo tanto, si queremos leer, informarnos o distraernos con obras de cierta envergadura y actualidad, también debemos poseer divisas. De lo contrario, continuaremos deambulando en busca de un oasis en medio del desierto literario.
(Publicado en Cubafreepress, 19 de noviembre de 1997)
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