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sábado, 23 de junio de 2007



Para un amigo

En La Habana dejé hijo, nieta, familiares y amigos, muchos amigos. Ahora, a uno de ellos quiero recordar en este blog, regalo que una noche de marzo de 2007 me dejó en internet una duendecilla.

Hoy le dedico parte de mi espacio a Jorge Olivera Castillo. Después, en otros momentos, a otros amigos.

Con cuál canción empezar? Ninguna mejor que ésta: Cuando un amigo se va, interpretada por Alberto Cortez y su autor, Facundo Cabral, argentinos los dos.

Después, una foto de Olivera, un poco vieja ya. Debe habérsela tomado para su primer pasaporte: le han demorado tanto la salida que ya debe haber tenido que renovado dos o tres veces.

A continuación, podrán leer un artículo suyo, Cuba en el recuerdo, inspirado en el disco Lágrimas Negras, de Bebo Valdés y El Cigala, ganador de un Grammy, una joya producida por Fernando Trueba, Paquito D'Rivera y Caetano Veloso, entre otros (en 2004 se hizo una edición especial de CD-DVD). Seis de las canciones de ese DVD, en blanco y negro, las verán insertadas en los textos: Lágrimas negras, Inolvidable, Amar y vivir, Vete de mí, Eu sei que vou te amar y Veinte años.

Pero hay más: un comentario y la portada de Huésped del infierno, libro de Jorge Olivera editado en España.

Y para cerrar, lo que hace dos años sobre él escribí (ya fue publicado en este blog y puede verse aquí ), presidido por una foto de nuestra Patrona. Porque mi amigo, Jorge Olivera Castillo, nació un 8 de septiembre.

Tania Quintero
Lucerna, junio de 2007

Cuando un amigo se va:





Cuba en el recuerdo

Jorge Olivera Castillo

LA HABANA, Cuba - Junio (www.cubanet.org) - Su preferido debe ser un piano Stenway & Sons. Infiero tal elección porque Bebo Valdés es un maestro de las teclas. Alguien que se zambulle en el mundo de las tonalidades y las melodías con una maestría envidiable. De allí saca tesoros a montones.

Escogió a Suecia como segunda patria a partir de 1960. El comunismo le sentaba mal e hizo del exilio una condición a prueba de capitulaciones.



A sus 89 años se niega a regresar a Cuba mientras prevalezca el motivo de su desarraigo. Persiste en considerar al sistema que dura tanto como su distanciamiento, como algo perjudicial para el desarrollo de esa música que lleva el olor de la palma real, los colores de barrios y solares, y las voces legítimas del criollismo en sus múltiples versiones dadas a conocer en el asfalto y en las serranías.

Las bajas temperaturas nórdicas no han podido congelar su nostalgia por el terruño; tampoco el deseo de regresar al país donde transcurrió una buena parte de su existencia. Bajo las neblinas suecas laten los sentimientos que retratan en sus interpretaciones a Cuba.



Bebo Valdés sueña con la oportunidad de un regreso breve y terapéutico. Sólo aspira a recorrer el lugar donde nació y llorar sobre la tumba de sus padres, hermanos y amigos. Busca desahogos, remedios a tantos años de dolores. Insiste en la modestia y otras opciones que no traen curas absolutas, pero sirven para suturar con mejor hilo las heridas que proporcionan las lejanías.

Asegura que con al peso de los años llega cierta perfección en el estilo de interpretar. La memoria y los baches de la vitalidad son obstáculos que van apareciendo en las cercanías de una vejez que se encamina a los noventa años. A pesar de las realidades, hay espacio para mirar lejos y atisbar proyectos, menos ambiciosos, pero honrados, y sin la fatal estela de los puntos suspensivos.



Ahora vive en España. Hace un dúo con la brisa del Mediterráneo porque no le es posible elegir el coro marino del Caribe. Bebo avanza, se acerca, se entrena para caer antes de morir en una Cuba donde sobran admiradores de su música y su dignidad.

Lejos de Estocolmo y de Cuba. Dos sitios que complementan una trayectoria que define la fibra moral y espiritual de uno de los grandes de la música cubana.



En Suecia encontró, más que frío, un clima apropiado para satisfacer las interrogantes del alma y crear sin concesiones ideológicas, esas obras que destilan originalidad y que son pistas exactas para tropezar con el talento.

Desde un CD, Bebo Valdés habla en su lenguaje. Entiendo sus recados. Me asegura entre las corcheas y los silencios que es un cubano genial, que se mantiene fiel a su creencia de considerar que las dictaduras tienden a menoscabar el arte verdadero.

Yo creo que la música parte de un piano de cola. Por el sonido límpido que se desparrama como una cascada me asalta la impresión de que es un Stenway & Sons.



Pero lo que realmente me conmueve y me hace proclive a engrandecer mi admiración por Bebo es que en la sala de mi casa estoy rodeado de Lágrimas negras. Una canción que refleja sentimiento y cubanía. En 2003, junto al cantaor flamenco Diego "El Cigala", salió el disco homónimo. Un éxito, una ocasión para sumirse en las profundidades de Cuba. La patria que espera a Bebo con los brazos abiertos.

Oliverajorge75@yahoo.com



Huésped del Infierno, de Jorge Olivera Castillo, con prólogo de Raúl Rivero.

El Criticón , Madrid miércoles 20 de junio de 2007 6:00:00 Portada del libro 'Huésped del Infierno', de Jorge Olivera



Este primer libro de "cuentos" del periodista independiente Jorge Olivera Castillo (Valencia, España, Aduana Vieja Editorial, 76 pp., 2007), deviene un conmovedor testimonio de esas vidas sepultadas, marginadas, humilladas en las cárceles castristas.

Tradicionalmente, la cárcel ha servido a infinidad de escritores y cineastas para denunciar el trasfondo terrible tanto de víctimas como de victimarios. En última instancia, a veces una "cárcel" es sólo una imagen desnuda, intensa, microscópica, de esa otra cárcel en que puede convertirse todo un país.

Tal es el triste caso de los presos de conciencia en la Cuba de Fidel Castro, donde las fronteras visibles entre las llamadas "instituciones penitenciarias" y el país mismo, se tornan difusas y relativas, hasta el punto de denunciar una claustrofobia nacional que no puede menos que hacernos recordar el insularismo asfixiante de La isla en peso de Virgilio Piñera o el barroco carcelario de José Lezama Lima.

Como un Solyenitzin insular, Olivera Castillo devela ante nuestros ojos espantados el gulag de las cárceles cubanas, que parecen evocar y problematizar aquella frase que leímos en nuestra infancia en La Edad de Oro, de José Martí: "Un hombre que no dice lo que piensa, no es un hombre honrado". Porque, ¿cuál puede ser el precio de la sinceridad dentro de un régimen carcelario como el cubano?

Aunque el propio autor insiste en las borrosas fronteras entre la realidad y la ficción, entre el testimonio escueto y la más kafkiana imaginación, en realidad este intenso libro nos indica quizás que, por encima o por debajo de todo intento de literaturizar la vida, nada es más conmovedor, realista y efectivo que el testimonio desnudo, al parecer simple, objetivo, de una realidad tan significativa en su inmediata cotidianeidad.

Acaso hubiera bastado con el testimonio directo, a manera de notario, de una realidad tan desmesurada y, valga la paradoja, en su simple devenir, para sensibilizar a cualquier lector con uno de los dramas humanos más tristemente universales.

Más allá de sus valores literarios, siempre tan relativos y dependientes de retóricas escriturales, este es un necesario libro de denuncia cívica, de desgarrado testimonio de un hombre que, acaso por haber estado en el infierno, ya no puede escribir sobre el mismo sin acogerse a cierta imposible distancia literaria. Pero esa aparente contradicción es acaso la prueba de su autenticidad.


La mala suerte de Olivera

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