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viernes, 15 de junio de 2007

ESPERANDO QUE DIOS ME LLEVE

Por Iván García


La vida cotidiana en Cuba puede ser harto difícil para cualquiera. Las necesidades agobian hasta el punto que se desearía habitar en otro planeta. Si además tienes 89 años, estás enfermo, sin familia y vives en un asilo estatal, entonces la muerte es un buen regalo.

El antiguo Hogar del Veterano, asilo enclavado en el municipio 10 de Octubre, es un lugar por donde la gente pasa y vira la cara. Mirar a una veintena de ancianos, sentados en un portal, meciéndoce en sillones tan viejos como ellos es un espectáculo poco edificante. Porque a su aspecto deprimente se suma que están mal vestidos, constantemente se están rascando o pidiendo dinero o cigarros.

Muchas personas prefieren no mirar. Cuando alguien se detiene y observa es asaltado por la misma pregunta: “Será éste mi futuro?”.

Antonio tiene demasiado orgullo para pedir limosnas. “No voy a unirme al coro de urracas que constantemente piden un cigarrito. La gente te huye como si tuvieras la peste. Ver a un viejo sucio y decrépito asusta”. Trata de mantener la compostura. Su ropa está deteriorada, pero limpia. “Me baño diariamente”, dice este anciano enclenque y tullido. Nadie puede creer que medía 6 pies y jugaba beisbol. “La joroba me hace parecer más pequeño, pero fui atlético y bien parecido”, dice. Y mira al cielo con resignación.

Antonio trabajó toda su vida como tabaquero. No tuvo hijos. Sus hermanos, mayores que él, ya murieron. “Nuestra familia está casi extinguida. La guadaña me está esperando para saldar la cuenta final”. No le gusta hablar de su pasado. Según él, “la gente vieja solo mira para atrás porque pa’lante no hay más camino”. Antonio fue militante del Partido Socialista Popular. En 1959, al triunfar la revolución de Castro, participó en la formación de las milicias. 1962 lo sorprendió en una trinchera. No lo sabía, pero era la crisis de los misiles.

“Entonces no tuve tiempo para pensar que la isla podía desaparecer de la faz de la tierra si se hubiera producido una confrontación nuclear. En aquella época no tuve miedo a la muerte. Creía en una ideología que ahora para mí es fallida’’.

Como muchos, Antonio participó en cientos de trabajos voluntarios, la zafra de los 10 millones y quiso combatir en Angola, pero sus 65 años en aquellos momentos fueron un impedimiento. “Cuando uno es joven y fuerte piensa que la vejez no llega nunca y de pronto te miras a un espejo y peinas tu primera cana”.

Se jubiló en 1980. En aquel momento su pensión de 123 pesos (menos de 5 dólares) le alcanzaba para comer y saciar su afición de comprar libros policíacos y ver filmes como Casablanca y El halcón maltés. “Oh, Humphrey Bogart, qué clase de artista” e inevitablemente se remonta a sus años mozos. A La Habana del cine Duplex –que compartía el mismo inmueble con el Rex Cinema- y Radiocentro, hoy Yara. Los zapatos de dos tonos, las canciones de Barbarito Diez y los puestos de fritas, donde por 0,15 centavos se podía comer un pan con bistec, papas fritas y cebolla. “Había demasiadas injusticias, pero fui feliz en aquellos años, me doy cuenta ahora”.

Las ideas de Antonio murieron en 1983, a raíz de los sucesos de Granada. “Cuando vi que el gobierno recurrió a la mentira y describió toda una serie de batallas inexistentes me di cuenta que la mendacidad es un arma primordial del régimen. El excomunista que pronto cumplirá 90 años está lleno de achaques, mas todavía conserva lúcida su mente. “Cuando la ideología y la realidad chocan, la realidad siempre derrota a la ideología”, afirma mientras termina de encender un cigarro. “Los jerarcas de este gobierno no han querido darse cuenta que la realidad es otra. Se han anquilosado”.

Su pensión de 123 pesos ahora sólo le alcanza para fumar. “Ya no voy al cine y los buenos libros desaparecieron con el período especial”. Sus temas actuales de conversación son otros: Dios o el beisbol. “Hace nueve años me hice cristiano. Gracias al Señor no tengo resentimientos”.

Antonio quisiera que alguien lo llevara al Estadio del Cerro, actual Latino, hace veinte años que no va y antes de morir quisiera ver de nuevo la grada. “Era fanático del club Almendares, el de Héctor Rodríguez y Jiquí Moreno”. Desaparecido el beisbol profesional, es fanático de Industriales, un equipo que en su opinión cada vez está más diezmado porque los peloteros se van para el Norte “pues allí pagan mucho dinero”.

A él le gustaba ver jugar a Germán Mesa, uno de los más grandes short stop de todos los tiempos, y ver lanzar al Duque Hernández. “Qué pitcher, amigo”. Y simula lanzar una pelota, pero sus manos deformes por la arthritis no lo secundan en el esfuerzo. Las levanta como si fueran piedras tiradas en la calle. Desiste. No vale la pena. No le gusta que le tengan compasión.

Su otro tema de conversación es la muerte. “La espero tranquilo. Cada día. Estoy cautivo en este asilo. Pero la muerte se empeña en demorarse”. Desvía la mirada hacia la calle. “Es triste saber que no le importamos a nadie. Somos un número. Dejamos de ser personas. Estoy esperando que Dios me lleve. Ya no me gusta este mundo”.

Los ojos del viejo tabaquero parecen inmóviles. Pero todavía pueden llenarse de lágrimas.

(Publicado en
www.cubafreepress.org el 4 de diciembre de 1998)

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