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sábado, 23 de junio de 2007

ANA MARÍA
Por Tania Quintero

Desde lejos la vi. Había entrado a curiosear en uno de los nuevos establecimientos recaudadoras de divisas abiertos en El Vedado, en la calle 12 entre 23 y 25, a escasos metros del Cementerio de Colón.



Llevaba el pelo muy corto, un ancho vestido que una vez fue de color amarillo y ahora la suciedad ponía en duda su tonalidad. Calzaba viejos zapatos de tacones, de ésos que treinta años atrás vendían por un cupón de la libreta de productos industriales, desparecida después de la llegada, en 1990, del período especial, cuando el Ministerio de Comercio Interior se quedó con los almacenes vacíos de ropa, zapatos, toallas, sábanas y un largo etcétera.

Desde la distancia donde me encontraba no podia ver su mirada. Pero sí su andar ligero pese a su abultado vientre -si no hubiera sido por su físico aventejado, se hubiera confundido con una embarazada. Resuelta, se dirigió a un matrimonio con dos niños que merendaban en una de las mesas de Rumbos, cafeteria con una ubicación “privilegiada”: desde allí, cómodamente sentado, el cliente puede ver los cortejos fúnebres que cada media hora entran por el portón principal de la más importante necropolis cubana.

La mujer extendió su mano. El matrimonio negó con un gesto. Giró y se detuvo a mirar una vidriera con dulces y refrescos. Salió a la acera y se aproximó a dos empleadas, negras como ella, que conversaban bajo la sombra de un árbol. Las empleadas se apartaron como si aquella mujer de su raza contagiara con su pobreza.

Ana María continuó su camino. Quise salir detrás de ella, hablarle, ver si me recordaba. Pero no me moví del lugar. En mi cartera sólo tenía cinco pesos y esa cantidad me pareció irrisoria para ofrecérsela. “Si fueran cinco dólares”, pensé.

Recordaría Ana María que estudiamos juntas y que cuando las dos éramos pepillas, bailábamos en las mismas fiestecitas? Estaba de moda el chachachá de Enrique Jorrín y la radio no dejaba de reproducir La Engañadora. Benny Moré continuaba cosechando éxitos con Mata Siguaraya, son montuno de Lino Frías. También nos gustaba el rock and roll, sobre todo Rock around the clock, de Bill Haley y sus Cometas, que se bailaba de maravillas con ballerinas y faldas anchas, llamadas de paradera, porque debajo nos poníamos una o dos sayuelas almidonadas.



Ana María era también amiga de Gladys, mulata achinada que estudió magisterio en la Escuela Normal. Yo ingresé en la Escuela Profesional de Comercio de La Habana, pero nunca llegué a graduarme de contador público: en 1961 marché a un curso de maestros voluntaries en las Minas del Frío, Sierra Maestra. Ana María se decidió por una noble profesión: enfermería.

Antes de 1959 las tres vivíamos en la barriada del Cerro. Gladys y yo en el mismo viejo edificio, cerca de la Esquina de Tejas. Ana María en una calle cercana al estadio. Desde su casa los juegos de beisbol se escuchaban como si estuvieras en las gradas. Cuando un bateador del Habana o del Almendares pegaba un jonrón, parecía que la pelota iba a caer en su patio.

Después del 59 nuestras vidas tomaron rumbos distintos. Gladys se casó, yo también, las dos tuvimos hijos. Ana María se quedó soltera, entregada en cuerpo y alma a la salud comunitaria y al cuidado de personas enfermas.

Antes de esa mañana, la había visto seis o siete años atrás, en un ómnibus. Se bajó en la parada de 12 y 23. Hacía tiempo había permutado para El Vedado, para estar cerca de su trabajo. Entonces vestía un impecable uniforme de enfermera. El cabello lo llevaba también muy corto, pero cuidado.

Ahora, mientras escribo, prefiero imaginar que Ana María no es una mendiga ni una loca, sino una enfermera que el tercer martes de agosto de 1999 decidió disfrazarse y salir a la calle. Para por sí misma constatar cuán pequeñas son las dosis de sensibilidad humana que ella por montones dio a extraños y conocidos.



(Publicado en www.cubafreepress.org el 7 de diciembre de 1999)

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