viernes, 28 de junio de 2013

Diez años en Suiza (I) ¿Cuba queda en Africa?



Hubo una época, antes de la llegada del comandante que mandó a parar y comenzó a destrozar, Cuba era conocida en el Viejo Continente. Le llamaban la Perla de las Antillas y su capital, figuraba en el itinerario de las ciudades cosmopolitas situadas a un lado y otro del Atlántico. En La Habana actuaba lo mejor de la música clásica y nuestros artistas, cantantes y compositores llevaban lo mejor de la música cubana a España, Francia, México, Argentina, Estados Unidos, Canadá...

En la capital existían grandes tiendas, donde si no lo podías comprar, podías ver lo último de la moda. Teníamos una de las joyerías y relojerías más chic, Cuervo y Sobrinos (todavía existe, en otras naciones). Pero como tantas cosas, aquella Cuba se fue esfumando en la memoria de los europeos de más edad. Y lo que me encontré cuando en 2003 llegué a Suiza como refugiada política, fue un desconocimiento casi total sobre mi país.

Durante cuatro meses, desde el 26 de noviembre de 2003 hasta el 1 de marzo de 2004, mi hija, mi nieta y yo vivimos en tres centros distintos de recepción o de acogida para solicitantes de asilo. Una semana en Kreuzlingen, pueblito del cantón Thurgau, fronterizo con Alemania; dos meses en Sonnenhof, Emmebrücke, distrito del cantón Lucerna, y casi dos meses en Ritahaus, edificio que una vez fue destinado a monjas católicas, no muy lejos del centro de Lucerna.

En todo ese tiempo, convivimos con hombres, mujeres y niños provenientes de África, Medio Oriente, Asia y la ex Europa del Este. A quien por vez primera en Suiza dije que era cubana fue al Securitas, a la entrada del centro de Kreuzlingen. Mi hija y mi nieta se habían quedado en la caseta de la estación del tren, protegiéndose del frío y cuidando el rústico equipaje: tres mochilas, una maleta antigua de color verde (la misma que había llevado a mi viaje a la RDA en junio de 1979, como enviada especial de la revista Bohemia), y dos maletines, incómodos y frágiles (pronto uno de ellos se rompió).

Decidí ir yo sola en busca del sitio provisional donde debíamos registrarnos, a pesar de que desde Cuba ya teníamos concedido asilo político. Pero así son las normas en Suiza y las cumplimos, como hasta ahora: nunca hemos cometido ilegalidades ni violado leyes. Puntualmente pagamos alquiler, luz, agua, teléfono, adsl, cuentas médicas, abonamientos del bus e impuestos.

A la entrada del centro de recepción para solicitantes de asilo de Kreuzlingen, había un Securitas rubio, alto, fornido. En alemán me preguntó de dónde venía, le respondí en inglés, que era cubana y venía de Cuba. En inglés quiso saber si había llegado a pie o en tren. Le dije que de Cuba solo se podía llegar a Suiza en avión, y del pequeño bolso azul de tela -comprado por 3 dólares en una shopping habanera- saqué y le mostré los tres billetes de avión de Air France. Ok, respondió. "Regreso en unos minutos, con mi hija y mi nieta". Ok, volvió a responder.

Serían las 6 de la tarde, pero era invierno y todo estaba oscuro. Los cientos de extranjeros 'hospedados' en el lugar ya habían cenado y estaban viendo la tele, hablando en los pasillos o en sus habitaciones (cada una con diez literas, en unas hombres y en otras mujeres y niños). Lo primero que nos pidieron fueron los pasaportes cubanos. Sería la última vez que los veríamos. En inglés, nos dijeron que pusiéramos los matules frente a donde ellos estaban, para vigilarlos, y que debíamos esperar a las 6 de la mañana, para desayunar y pasar a la habitación asignada. A modo de consolación, nos trajeron tres mantas de la Cruz Roja y tres manzanas. Así pasamos nuestra primera noche en Suiza, en vela: aquellas butacas eran cómodas para sentarse, pero no para dormir.

A las 6 de la mañana daban el de pie y a las 10 de la noche había que apagar las luces en los cuartos, tenías que acostarte y delante de tu litera, poner la hoja de papel que luego de registrarte, te daban los Securitas, con tu nombre, edad, país de procedencia y fecha. A esa hora, un Securitas -usaban uniformes azules y casi todos medían 1,80 o más- recorría cuarto por cuarto. No encendía la luz, sí una potente linterna, con la cual primero enfocaba al papel y luego a tu cara, estuvieras despierta o dormida. Una escena sacada de un filme sobre la Segunda Guerra Mundial y que yo preferí asociar a La vida es bella, de Roberto Benigni.

Esa madrugada aguardando 12 horas en las butacas no solo nos dejó cansadas y somnolientas, si no también sin un centavo. Mi hija había llevado a mi nieta a orinar, en el único sitio que había, un baño turco con un hueco, y la niña, de 9 años, se orinó el pantalón. Dejé el bolso debajo de mi manta y fui a buscar un pantalón limpio en la maleta, pero en el apuro, no me percaté que estaban dándole entrada a un nuevo 'inquilino'. Cuando regresamos, mi cartera azul de tela seguía allí, pero no se me ocurrió registrarla. Al día siguiente me percataría que faltaba la billetera con los 50 francos (resultado del cambio de 50 dólares en el aeropuerto de Zürich, todo nuestro capital) y la tarjeta de 5 cuc que había comprado en el aeropuerto de La Habana para llamar a familiares y amigos. También supe que el tipo era ruso.

Me dirigí a los Securitas, me dijeron que ése no era su problema. Cuando al día siguiente empezó la ronda de análisis médicos, vacunaciones, fotos e interrogatorios, con un intérprete en español, me quejé de nuevo y por lo claro lo dije: que ese ruso era un hijo de puta. No dudo que el ruso se hubiera dado cuenta que éramos cubanas y Kuba (en alemán) y mierda eran sinónimos.

Dios aprieta, pero no ahoga, y en una mochila encontré doce monedas de 0,25 centavos de dólar que había llevado. Entre las 2 y las 4 de la tarde podías salir al pueblo. En ningún comercio nos aceptaron los 'chavitos' gringos. En eso veo un timbiriche de perros calientes, de un turco, y en inglés le digo si nos puede vender tres hot dogs por 3 usd y me dice que sí. Nos pregunta de dónde somos (yo blanconaza, mi hija mulata y mi nieta negra) y le digo de Cuba. "Ah, Kuba, Che Guevara, Fidel Castro". "Yes, yes", respondo, contenta no por haber encontrado a alguien que sabía de la existencia de un país llamado Cuba (aunque lo asociara con el Che y Castro), si no por los perros calientes que nos íbamos a comer.

El 4 de diciembre de 2003 nos trasladaron a Sonnenhof, centro atendido por Caritas en las afueras de Lucerna. Había un centenar de extranjeros y todos -a diferencia del personal suizo- lo primero que te preguntaban era tu país de procedencia. Cuando respondías Cuba, se quedaban en la luna de valencia. Un etíope me preguntó en qué parte del mundo quedaba, le dije: "Near America" (America es el nombre con el cual millones de habitantes del planeta identifcan a los Estados Unidos). Una ex yugoslava nos confesó que pensaba que Cuba estaba en África. Un iraquí desconocía que existía el Mar Caribe.

Es que hacía ratón y queso que había terminado el cuarto de hora del guerrillero barbudo. Debido al tiquitiqui y el cubaneo, en el continente americano, más o menos, saben de que existe una islita descubierta por Cristóbal Colón y desde entonces denominada Cuba. Pero en Europa, Asia, África, Australia y Oceanía, ni carajo. Salvo excepciones, claro.

El 29 de enero de 2004 nos mudaron a Ritahaus, allí solo vivían mujeres y niños, había varias africanas, entre éstas dos angolanas, con quienes nos entendíamos en portugués. El hecho de ser cubanas a ellas nada les decía. O les decía, pero prefirieron no herirnos con sus opiniones. Un tiempo después, sabríamos que muchos africanos, rusos y ex socialistas europeos, tienen una pésima opinión de Cuba y los cubanos.

Los suizos y los alemanes tampoco están muy bien informados de la Cuba real. A pesar de los turistas, casi ninguno sabe que hay opositores, periodistas independientes y blogueros alternativos. Cuando se enteran se asombran, como si hubieran descubierto que los cocos verdes de las palmeras dentro tienen agua.

No sé si en los cantones franceses e italianos de Suiza, donde la mayoría de la población es de origen latino, las personas sean más confianzudas, y en la calle, el bus o el tren, te pregunten de dónde procedes. Pero en la Suiza alemana, nadie, absolutamente nadie, te lo pregunta. Lo consideran algo privado. Tampoco así como así entablan una conversación contigo, sepas o no el idioma.

Los suizoalemanes son discretos y educados. Te indican dónde queda una dirección; si te da un dolor llaman al 144 o si estás en peligro al 117. Y sanseacabó. Decir otra cosa es cuento de camino.

Tania Quintero
Foto: Centro de recepción para solicitantes de asilo en Kreuzlingen, Thurgau, Suiza. Tomada de Tagblatt.

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