viernes, 12 de octubre de 2007

CUBANOS EN PERÍODO ESPECIAL

Por Tania Quintero

Los testimonios que a continuación leerán es la versión periodística de un texto redactado entre enero y febrero de 2006 para la tesis de grado de una universitaria francesa, y quien por tema escogió Cubanas en Período Especial. Posteriormente lo dividí en seis partes, algunas ya publicadas. Ahora, para el blog, las he vuelto a unificar y las he ilustrado con imágenes tomadas por el escocés Colin Hannah durante un viaje a la Isla en 2004, cuando se suponía que “el período especial” era cosa del pasado reciente. Quienes no vivieron en Cuba en 1990, año de comienzo del “período especial en tiempos de paz”, con estos testimonios tendrán suficientes elementos y juzgar si para los cubanos resultó positivo o negativo esta guerra sin tronar de cañones decretada por Fidel Castro, su hermano y su gobierno con un claro fin: capear el temporal y seguir perpetuándose en el poder.

Preámbulo

La implantación del “período especial” en Cuba, desde mi punto de vista, tiene dos lecturas. La primera: fue una consecuencia directa del desmembramiento de la URSS, la caída del Muro de Berlín y la desaparición del campo socialista en el Este de Europa. Y la segunda: evidenció el fracaso de todos los planes agrícolas y pecuarios puestos en marcha por el “máximo líder”. De esto mucho se podría hablar, mas no es ahora el objetivo.

En 1986 me ocurrieron algunas cosas como periodista oficial que de cierta manera me hicieron presentir que algo tenso, difícil y no exactamente “especial”, positivo, se avecinaba.

El 12 de mayo de 1986 Fidel Castro me citó a su despacho en el Palacio de la Revolución, a propósito de una carta que yo había enviado al entonces ministro del Interior José Abrantes, denunciando el aumento del jineterismo y la marginalidad en torno a turistas (se sobreentiende que eran extranjeros: el turismo nacional es tan insignificante que no se denomina como tal). ¿Por qué Fidel Castro quiso hablar conmigo? Porque él estaba trabajando en un plan de renovación y fortalecimiento de la policía y mis vivencias le eran útiles. ¿Para qué quería él remodelar la policía? Para poder iniciar el despegue del turismo, visto como una tabla de salvación ante la realidad de que ya no íbamos a seguir mamando la teta de la vaca del Kremlin, o sea, dejaríamos de ser subvencionados y tenidos como “hijos preferidos” de la “madre patria soviética”. Una vaca que en vez de leche nos daba petróleo, mucho petróleo.

No haré aquí el relato de aquella reunión, pues forma parte del primer capítulo de un libro inédito, pero sí resaltar que uno de los problemas a vencer por la nueva policía, era contrarrestar el jineterismo, la prostitución y la delincuencia que ya en ese año, 1986, comenzaba a girar alrededor del turismo. La reunión, debo aclarar, se mantuvo en la mayor discreción y apenas fue conocida por mis colegas y jefes.

Pese a figurar en la lista de periodistas “confiables”, es decir, gozar de la confianza del régimen, a partir de ese encuentro, todo un “honor” en una época en que Castro sólo recibía a periodistas-estrellas del primer mundo (para él los periodistas cubanos éramos plato de segunda mesa) los funcionarios del DOR (Departamento de Orientación Revolucionaria, nombre del aparato ideológico y propagandístico del gobierno cubano), que sí supieron de esa cita, empezaron a verme de una manera distinta, como si el hecho de haber sido citada y recibida por el “comandante” me hubiera otorgado una categoría superior. Entonces comenzaron a posibilitarme accesos hasta ese momento restringidos a un grupo muy selecto de dirigentes y funcionarios del partido.

Un funcionario del DOR una vez me llevó a una oficina y me dejó sola, leyendo actas del Consejo de Ministros. En otra ocasión, llegué a ver un video destinado a la élite partidaria -y de la cual no formaba parte, pues nunca fui militante del PCC ni de la UJC. Ese video era una comparecencia de Fidel Castro ante la “máxima dirección del país”. Para ilustrar la situación en que Cuba se encontraba, en tono dramático Castro dijo que era como si todos los días, habituados a ver salir el sol desde una ventana, un día, de pronto, nos asomábamos y descubríamos que el sol no había salido ese día ni nunca saldria más. El ejemplo puesto se podía traducir así: durante muchos años los cubanos habíamos estado tranquilos, confiados en que sin fallar una semana o un mes, a los puertos cubanos arribarían barcos cargados de petróleo procedentes de la URSS.

Fueron tiempos de un clima angustioso, incierto. Los cubanos no se imaginaban lo que se les venía encima. No sé si fuera de Cuba la opinión pública tenía suficiente idea de que lo que se avecinaba, pero la gente dentro de la isla pensábamos -y en voz baja comentábamos- que si la revolución hubiera hecho una verdadera reforma agraria, los planes agropecuarios hubieran cuajado y los campesinos hubieran podido trabajar a gusto y con eficiencia la tierra, produciendo suficientes frutos, la llegada del “período especial” no hubiera tenido las consecuencias que tuvo.

Cuesta creerlo, pero fue verdad: durante los años de la Segunda Guerra Mundial, Cuba exportaba papas, tomates y otras verduras a grandes fábricas procesadoras de alimentos en los Estados Unidos, de donde salían deshidratadas, envasadas y llevadas a países europeos en conflicto. Ya desde finales de la década de 1930, cuando la Guerra Civil Española, en Cuba se llevaron a cabo jornadas solidarias y hacia España salieron cajas de alimentos, ropa y medicamentos. Ese tipo de acciones solidarias volverían a repetirse en los 40: ciudadanos de a pie recolectaban latas de leche condensada, azúcar, chocolate y otros alimentos no perecederos para enviar a los “hermanos combatientes soviéticos”.

Quien vivió antes de 1959 en Cuba sabe que en el país nunca faltaron frutas, vegetales, legumbres ni tampoco leche, queso, mantequilla, carnes, pescados, mariscos. Existía una industria alimenticia con un desarrollo tecnológico acorde a la época. Y el cubano se encontraba entre los pueblos mejor alimentados del continente americano y probablemente del europeo.

Lo más terrible no era que hubiéramos llegado a 1990 con el anuncio de la instauración de un “período especial en tiempos de paz” y de que algo todavía peor, la Opción Cero (cero comida, cero nada) estaba ahí, a la vuelta de la esquina. Lo más doloroso era que ese proyecto denominado “revolución” hubiera sido incapaz en cuatro décadas de contar con una agricultura y una ganadería no ya igual, sino superior a la que teníamos cuando Fidel Castro llegó al poder en 1959.

El tabú de la nutrición

Como ya expliqué, estaba más o menos al tanto de lo que se nos venía encima tras la llegada al poder de Mijail Gorbachov, la perestroika y la glasnost, fenómenos muy seguidos por mucha gente en la isla, pero vistos con antipatía y temor por la jerarquía más conservadora dentro del régimen cubano.

No fue casual que en 1986-87, cuando pasé a formar parte del equipo a cargo del programa Puntos de Vista, espacio televisivo de opiniones callejeras trasmitido en horario estelar una vez por semana, le planteara a mi jefe en la Redacción de Programas Especiales de los Servicios Informativos de la Televisión Cubana, la realización de una serie de seis programas centrados en la nutrición.

Mi jefe no estaba muy convencido de la temática, pero le gustó la idea. Como asesor busqué a Jose Ramon López, ingeniero electrónico, cincuentón, flaco y desencajado, que llevaba más de veinte años estudiando todo lo relacionado con el organismo humano, la nutrición y su impacto en la salud. López había trabajado en el INDER y fue allí donde creó el Club de Corredores Andarín Carvajal, en honor a un célebre corredor cubano del siglo XX. Además de correr a diario y de estar siempre al tanto del próximo maratón para participar con sus “andarines”, López trataba de que su familia y sus amigos comieran lo más sano posible. Una verdadera hazaña en una nación con cuotas miserables de alimentos adquiridos a través de una libreta de racionamiento vigente desde marzo de 1962, con una población cada vez con peores hábitos alimentarios, por causa de un proceso revolucionario incapaz de suministrar los alimentos necesarios para una saludable nutrición.

¿Cómo conozco a López? Por un amigo que había asistido a Salud para Todos, congreso cada dos años celebrado entonces en Cuba. Ese amigo había quedado gratamente impresionado con la intervención hecha por el atípico ingeniero. Conseguí el video con su intervención y dije: “Ésta es la persona que necesito para asesorarme en mis programas”.

Después de varias y largas conversaciones en su destartalado taller, a dos cuadras de su domicilio, López y yo planificamos los seis programas. Sólo pudimos hacer tres: Vivir para comer, Comer para vivir y Algo más que comer.

Fue arriesgado por parte de López y mía, cuestionar públicamente temas tabúes jamás debatidos por la prensa oficial, como el exceso de carbohidratos y azúcares consumidos por los cubanos, quienes a su dieta diaria habían incorporado una gran cantidad de pan con croquetas, pizzas, espaguetis, dulces, refrescos y helados. Recuerdo que en uno de los programas queríamos que una especialista del Instituto Nacional de Alimentación, Higiene y Epidemiología dijera lo dañino de la gran cantidad de mantequilla que le echaban al helado Coppelia, para hacerlo más cremoso. Pero ella se negó: ¿criticar una de las más preciadas creaciones de “papá Fidel”?

Lo narrado ocurrió casi cuatro años antes de la declaración del “periodo especial en tiempos de paz”, cuando los cubanos ni soñaban que estaba próximo el día en que apenas nada tendríamos para comer. Fue cuando los gatos comenzaron a desaparecer, se desayunaba con “sopa de gallo” (agua con azúcar prieta) y el fongo o plátano burro se convirtió en plato nacional.

Si tabú era el tema de la alimentación, más vedado era hablar de carnes. Pero López y yo, que no padecíamos de “autocensuritis”, decidimos preguntar también a la gente en la calle cuáles carnes consideraban más saludables, si las rojas o blancas. Por supuesto, todos decían que las rojas, sólo una mujer, en un supermercado situado en San Lázaro y Marina, respondió las blancas: ella había leído que un personaje famoso en los Estados Unidos, diagnosticado de cáncer, había dejado de comer carne vacuna y si alguna vez ingería carne, era de pollo o pescado.

Otra gran desinformación que nos encontramos en esos tres programas, grabados en distintos barrios habaneros y en municipios agrícolas en las afueras, es que la gente llamaba “fibra” a las carnes, sobre todo a la de res. Si hubiéramos llegado a hacer un cuarto programa, hubiéramos podido profundizar sobre los alimentos integrales, que tímidamente habían comenzado a venderse en la capital.

A pesar de intuir que padeceríamos aún más carestías, para mí, López y 10 millones de cubanos, el “período especial” fue un verdadero batacazo en el mismo medio de la cabeza y en nuestro cuerpo todo (por ahí tengo una foto, del año 95, donde tengo cargada a mi nieta, entonces con un año, y las dos parecemos acabadas de salir de un campo de refugiados en Darfour).

De los consejos a la realidad

A López suelo llamarle “científico por cuenta propia”. Fue uno de los que coadyuvó, en el muy temprano 1965, a introducir la computación en Cuba y desde entonces domina la informática y trabaja con ordenadores, casi todos modelos desfasados y “cacharreados” por él mismo. Consciente de que no podía hacerle llegar su mensaje a toda la población, López empezó a redactar y reproducir consejos de cómo sortear el insorteable “periodo especial”.

En uno de esos consejos, López decía que si comíamos arroz blanco, frijoles negros, ensalada de tomate y un platanito, teníamos suficientes nutrientes para mantenernos en pie y no afectar demasiado nuestro organismo. Recomendaba echarle limón a las ensaladas, comer a menudo maní tostado y aunque fuera de vez en cuando una guayaba, naranja, mandarina o un mango y sugería pedirle a familiares y amigos en el extranjero que nos enviaran multivitaminas. “Si nos tomamos una tableta diaria de vitaminas y minerales capeamos el temporal”, solía decir. También aconsejaba no “coger lucha”: la cifra de cubanos muertos por “coger lucha” está por averiguar, uno de ellos fue Desiderio García, profesor en ginecología y obstetricia del hospital Hijas de Galicia, quien empezó a criar un puerco en la bañadera del cuarto de criados de su casa y convirtió en pollera el patio hogareño. Tanta lucha cogió que una mañana su corazón estalló y murió de un infarto masivo.

López conminaba a familiares y amigos a llevar una vida lo más sosegada posible; dormir la siesta cuando fuera posible y evitar pedalear a pleno sol en las pesadas bicicletas chinas (en el 90, también con asesoría de López hice un Puntos de Vista sobre las bicicletas y entre los entrevistados estuvo el Embajador de Holanda en ese momento).

Esas recomendaciones fueron de gran ayuda para mí y otras amigas mías, tan enloquecidas como yo “inventando” qué cocinar cada día. Los precios en el mercado negro se dispararon a precios inimaginables y uno no tenía reparos en comprar cualquier lata ya vencida de carne rusa o de sardinas albanas. La comida se convirtió en una verdadera obsesión nacional, al extremo que en una ocasión le pregunté a un diplomático español, si alguna vez en su vida, cuando se acostó o cuando se levantó, lo hizo pensando en qué iba a comer ese día. Por supuesto, nunca eso le ocupó ni la millonésima parte de una neurona de su cerebro. Los únicos momentos en que los cubanos lograban “quitar el plug” (desconectar) de la realidad, era cuando por las noches, si había luz, se sentaban a ver telenovelas, brasileñas o cubanas, daba lo mismo. O cuando así, con el estómago a media capacidad, se tomaban una botella de ron de mala muerte.

Lo más agobiante, estresante, desesperante, alucinante, -me faltan los calificativos- fue conseguir comida; después, con qué bañarse, lavar la ropa y limpiar la casa y en último lugar, pero no menos importante, procurar que no faltara el alcohol o luz brillante (kerosene) para cocinar. En toda la isla comenzaron a cocinar como en tiempos prehistóricos o como si se estuviera viviendo en un picnic perenne: haciendo fogatas. Se cuenta que en el interior, ante la escasez de árboles y maderas propicios, le echaron mano a muebles, puertas y ventanas y después de desguasarlos con un hacha, los convertían en leña para cocinar. Las amas de casa más afortunadas éramos las que teniamos “gas de la calle” y así y todo, sufrimos muchísimo, porque a veces era tan poco el servicio de la empresa de gas manufacturado que te pasabas hasta un día sin poder prender la candela. A veces tenías gas, pero no fósforos.

Comer o no comer

He ahí la cuestión. Shakespeare hubiera escrito mejores dramas si hubiera nacido en la isla del doctor Castro. Cuando de sobrevivir se trata, todo vale. Además de gatos y perros, otros animales comenzaron a desaparecer, incluidos algunos de los zoológicos. Raúl Rivero escribió excelentes crónicas donde “el período especial” estaba de fondo, una de las que ahora recuerdo se titula “Aura” y aparece en uno de sus libros publicados en 2003.

Hubo cubanos que les salió el cocinero que todos llevamos dentro y prefirieron hacer aportes a la gastronomía criolla. Toda una variedad de platos a partir del fongo o plátano burro surgió: “picadillo” hecho con la cáscara; “compota” para los niños y “confitura” a base de un plátano muy consumido en las regiones orientales, pero no entre los habaneros, acostumbrados a acompañar sus comidas con plátanos maduros fritos, tostones o mariquitas hechas de la variedad conocida como “vianda” o “macho”.

Los “privilegiados” que poseian especies y sazonadores en la alacena de su cocina, preparaban verdaderos menús. Nació el “arroz saborizado”, a base de cuadritos de caldo de pollo o carne, que quedaba súper si se le podía añadir un sofrito con ajo, cebolla, ají y tomate, los cuatro condimentos básicos de la cocina cubana. El comino, orégano, laurel, pimentón, con sus olores y sabores quedaron en la memoria de tías y abuelas. Era todo un festín si ese “arroz sin nada”, como también se le decía, se podía acompañar con unas “croquetas de averigua”, confeccionadas con harina de castilla a la cual se le daba un toque de ajo, cebolla o cebollinos.

Mi madre, de origen campesino, sustituyó los chicharrones de puerco, por “chicharroncitos” obtenidos del pellejo del pollo, tremendamente dañino por el alto contenido de colesterol, pero a ella “toda esa bobería que ahora hablan los médicos” le entraba por un oido y le salia por el otro, “porque uno se va a morir cuando le toca y no porque coma esto o lo otro”, decía. Descubrió que con la grasa obtenida después de freír los pellejos de pollo, podía echarle “mantequita” al arroz y, sobre todo, freír huevos, porque eso de freírlos en agua -otro de los “inventos de período especial”- era tan antinatural como el café mezclado con chícharos.

Intimidades

Mucho antes de la llegada del “período especial”, eran excepcionales los cubanos que podían tener papel sanitario en el baño: la mayoría utilizaba papel de periódico (la escasez de papel fue generalizada, menos para imprimir el periódico Granma y toda la folletería política editada por el partido) y algunos, como una vecina mía, en el baño de su casa decidió poner los libros de marxismo utilizados por sus hijos en la universidad, pues “pa’qué los queremos, si ya el comunismo se cayó”.

Menos risueña fue la realidad de las cubanas trabajadoras: salvo excepciones, la inmensa mayoría, después de orinar, se secaban con hojas de papel y modelos que una vez fueron utilizados para hacer burocráticos informes y estaban tirados en cualquier almacén, sucios, amarillentos y con rastros de haber servido de guarida a ratones y cucarachas. No sé si habrán datos al respecto, pero en esos años deben haber aumentado considerablemente las infecciones urinarias y vaginales de las mujeres cubanas.

Capítulo aparte merece la desaparición del algodón y las íntimas (almohadillas sanitarias). Como no se podía impedir que las mujeres en edad reproductiva dejaran masivamente de menstruar, la solución fue comenzar a utilizar trapos, obtenidos de sábanas, toallas y cuanta ropa vieja o pasada de moda se encontrara. Aquellas que aún conservaban pañales de cuando sus hijos fueron bebitos tuvieron un tesoro y sufrieron un poco menos. Esos trapos no se botaban: se enjuagaban bien y se ponían a hervir, la mayor parte de las veces sin jabón o, si acaso, con una astillillita de jabón.

Las astillitas de jabón, otrora botadas o menospreciadas, alcanzaron categoria VIP. En mi casa, y en casi todas las casas, se clasificaban: en una lata se ponían a hervir las astillitas de jabón de tocador y en otra las de jabón de lavar. El “periíodo especial”, no se puede negar, desarrolló la inventiva y mucha gente se “especializó” en la fabricación casera de jabón. No se me olvida que una vez no teníamos jabón para bañarnos y mi hija consiguió uno en su trabajo, grande y azul. Llegó contenta con su trofeo: lo podíamos picar en dos y tendríamos jabón por lo menos para bañarnos durante dos semanas. Pero cuando mi hijo lo vió se negó rotundamente a bañarse y ni siquiera a lavarse las manos, porque se iba a enfermar de la piel. El jabón era azul porque contenía añil.

Por esa época tenía muchos amigos brasileños. Al principio, por pena, no les pedía nada. Así una vez una brasileña me mandó un juego de cuchillos de acero inoxidable, de la marca Tramontina, ideales para cortar todo tipo de carnes. A través de una tía, que solía “resolver” productos alimenticios con una búlgara, me cambió el juego de cuchillos de calidad por dos bandejas de picadillo (carne de res de segunda molida) cuyo costo no sobrepasaba los ocho dólares. Pero después se fue corriendo la bola y empecé a recibir jabones, champú, desodorante y hasta agua de colonia.

Cristina Agostinho, una escritora de Minas Gerais, con un amigo me mandó un maletín lleno de jabones Palmolive. El hombre me dijo que pasara por el Hotel Riviera a recoger un “encargo” enviado por Cristina. Cuando bajó de la habitación con aquel maletín de cuero le pregunté su contenido. Me dijo: “Sabonetes”. El maletín pesaba tanto que no lo podía cargar y tuve que llevarlo arrastrando hasta la parada de la ruta 37, en Línea y A, afuera del teatro Mella. A un señor que me ayudó a subirlo a la guagua le regalé dos jabones. Cuando llegué a la casa y lo abrí habían 70 “sabonetes” Palmolive de 150 gramos cada uno. Distribuí una cantidad entre familiares, amigos y vecinos y los restantes nos alcanzó para bañarnos durante tres meses. ¿Quién dijo que la felicidad no existe?

Si en una agonía se convirtió alimentarse, vestirse, calzarse, bañarse, limpiar la casa y contener la sangre menstrual, en un verdadero calvario devino el transporte urbano e interprovincial. Surgieron en La Habana los “camellos”, culpables en buena medida de la destrucción de las avenidas por donde pasaban con su pesada carga (casi 200 personas en cada uno), los bicitaxis y las bicicletas cambiaron el panorama y también llevaron dolor a muchos hogares, por la cantidad de muertos causados. En el interior de la isla renacieron los carretones y coches tirados por caballos y los viajes de una provincia a otra se hacían en cualquier vehículo rodante, fuese la parte de atrás de un camión o de una rastra. Los vuelos nacionales de Cubana de Aviación se redujeron a la mitad o menos, los trenes, lentos y viejos, fueron incapaces de satisfacer la demanda, sobre todo en meses de vacaciones y fin de año.

Los añejos carros americanos -más conocidos por almendrones- exteriormente delataban el fabricante (Ford, Chrysler, Oldsmobile, Chevrolet, Buick) y la década (1940-50), pero para que de verdad funcionaran había que ponerles motores “nuevos”, la mayor parte de las veces procedentes de autos rusos (Lada, Volga, Moskovich). Los mecánicos comenzaron a ser cotizadísimos: eran capaces de armar verdaderos frankensteines automovilísticos.

Dicen que el “deporte nacional” en Cuba no es la pelota (béisbol) sino pegar tarros (poner los cuernos) a novios o maridos. Pero el “periodo especial” dejó tan deshuavinados a los cubanos, que sin ganas de templar (follar) se quedaron.

Con los apagones a cuestas

El gobierno cubano en salud y educación dice tener sus dos grandes logros. Miente: la libreta de racionamiento y los apagones son también otros dos grandísimos logros.

Si excluimos aldeas tribales africanas, indígenas o asiáticas, donde aún no ha llegado la electricidad, Cuba tiene dos récords que deberían figurar en el Libro Guinness: la población que más años ha vivido con cartilla de racionamiento y la que acumula más horas de oscuridad, de falta de agua y de combustible para cocinar.

Los “apagones programados” -ésos que te avisaban por la prensa que tal día a tal hora en la zona número tal habría cortes de fluído eléctrico en el horario tal- tienen la ventaja de que como “guerra avisada no mata soldados”, puedes prepararte, pero, sobre todo, resignarte a que ese día todo irá al revés. Pero los que desequilibran a masantín el torero son los “apagones no programados”, casi siempre producidos por una rotura en una termoeléctrica o porque el transformador del poste de la esquina empezó a chisporretear por un corte circuíto. Dado el deterioro de los equipos, esas averías eran bastante frecuentes y podían ocurrir cualquier día de la semana, a cualquier hora y crearte un estrés extra no programado.

A unos y otros apagones trataba de cogerlos con calma, pero no podía. Es algo superior al aguante del cubano más ecuánime, sobre todo, de las mujeres, quienes siempre estábamos al borde del ataque de nervios.

Los apagones diurnos no eran más llevaderos: impiden a las amas de casa hacer sus quehaceres, los refrigeradores empiezan a descongelarse, el agua a ponerse “bomba” (caliente) y los ventiladores sin echar el necesario aire en cualquier época del año. Si no tenías pencas ni abanicos, a echarse fresco con un pedazo de cartón. Tampoco podías poner el motor del agua, hacer un batido, cocinar el arroz en la olla arrocera y como el “apagoncito” puede afectar el suministro de gas, no tienes candela para preparar la comida o calentar agua para bañarte (la inmensa mayoría de los cubanos se bañan con cubos de agua).

Los “criminales” de verdad eran los apagones nocturnos, sobre todo si en casa tienes un niño (mientras más pequeño, peor) o un enfermo (mientras más viejo, peor). Lo único que me gustaba era el silencio reinante. Entonces yo, superdesafinada, en medio de aquel silencio empezaba a improvisar y “cantar”, bien alto, para que todo el vecindario me oyera (antes de 1995 sabían que era periodista oficial, o sea “revolucionaria”, despues del 95 sabían que me había convertido en periodista independiente, es decir “contrarrevolucionaria”): “El apagón, gon, gon, me gusta un cojón, jon, jon”. O si no: “Ay que rico, cómo me gusta estar así, bien oscurita, irme a dormir pa’mi camita, con ese calorcito y los mosquitos pican que te pican”. Si tenía encendido el bombillito de la creatividad, me quedaban mejor los cánticos, si no, una auténtica pesadez.

En mi casa me decían “cállate ya, no jodas más, que todavía va a venir alguien del comité y se forma un lío por gusto”. Otras veces me sentaba en la terraza con mi Sony de 13 bandas y ponía bien alto la emisora extranjera que en ese momento pudiera sintonizar, fuera la BBC, Radio Exterior de España, VOA o Radio Marti.

En Suiza no puedo olvidar los apagones. No porque esté al tanto de que siguen existiendo y continúen haciéndole la vida un yogurt a los cubanos, sino por la enorme cantidad de velas, linternas, baterías, lámparas portátiles y unas cajas inmensas de fósforos de madera que parece fueron diseñados para guiarlo a uno en la oscuridad: duran más de un minuto encendidos. Es del carajo: unos con mucho de todo y otros sin nada de nada.


Entre mechones y remedios

Si comer era la cuestión, conseguir velas y fósforos también era vital. A mi madre le gustaba iluminarse con “mechones”. Ella misma los preparaba: en un pomo de cristal de boca ancha, de ésos donde alguna vez envasaron mermelada de guayaba o mango, cogía un tubo vacío de pasta Perla (de aluminio, sin ninguna marca ni diseño), lo picaba por debajo y le daba unos cortes de modo que se pudiera parar, le introducía una mecha o algodón y lo colocaba en el centro del pomo. Con cuidado echaba por el borde un poco de luz brillante (kerosene), no mucho. Y como todo estaba oscuro no te dabas cuenta del hollín que iba soltando ni que alrededor todo se iba tiñendo de negro.

Lo peor no era la cochinada que se formaba, ni el olor del kerosene, sino lo dañino que era -y es- para las vías respiratorias. Mi hijo Iván, asmático desde niño, cuando mi mamá encendía un mechón se iba para la calle: el humo y el olor le desataban crisis asmáticas. Aprovecho para decir que a partir del período especial, el número de asmáticos y de enfermedades respiratorias se incrementó alarmantemente.

No sólo a Iván el kerosene afectaba, a mí también: desde niña padecí de bronquitis asmática crónica. A menudo mis padres me llevaban al Hospital Infantil, en 27 y G, Vedado, mi pediatra era un hombre negro ya mayor, el Dr. Labordette. Tendría seis o siete años cuando me dio una tosferina de larga duración: varios meses con aquella tos perruna.

Como casi todas las mujeres de origen campesino, mi madre creía más en los remedios naturales que en los químicos. Mi tos se sentía a una cuadra, parecía un bóxer ladrando. Todas las noches mi mamá me empavesaba pecho, espalda y cuello con “vickvaporub”, en el pecho me ponía un paño previamente calentado en una sartén de hierro y ya en la cama, tenía que hacer inhalaciones de agua hirviendo con hojas de eucalipto dentro. Por las mañanas, en ayunas, me daba un par de cucharadas del “caldito” que soltaba la remolacha después de toda la noche en un platico con azúcar en el balcón, con su buena dosis de contaminación ambiental: el churre que me tomaba con el “caldito” a ella nunca le preocupó, a fin de cuentas, ella decía que lo mejor que había para curar las heridas era restregarse con jabón prieto, usado para lavar la ropa. Teoría que mantenía en una época en que había toda clase de desodorantes, fabricados en la ya entonces desarrollada industria cubana de jabonería y perfumería, como Crusellas y Sabatés, o importados de Estados Unidos y Francia -igualmente decía que “el mejor desodorante era el bicarbonato”, algo que yo no soportaba, aparte de que su uso continuado quemaba las axilas.

Para levantar las “defensas” y no coger anemia, todos los días tenía que tomarme un jarro de jugo de naranja con zanahoria; comerme una manzana (cerca de la casa vendían manzanas, peras, uvas y melocotones de California); tomarme un plato de caldo de vegetales (espinaca, zanahoria, remolacha, apio, berro, ajo porro, aji, cebolla, tomate) y un par de cucharadas de “bistí”, como ella llamaba al líquido que iba soltando un bistec que mi madre ponía sobre una parrilla encima del carbón y recogía en una cacharrita.

Todo eso fue en la década de 1940-50, antes de la revolución. Estoy hablando de una familia pobre, que vivía con un peso al día y miren cómo a mí me alimentaban. Cocinábamos con carbón y no teníamos refrigerador ni televisor. En el hospital nos daban las medicinas gratis y jamás mi padre pagó un centavo por ninguno de los tratamientos que a mí me mandaban (y creo que si hubiera tenido que pagar no me los hubiera dado). Ese hospital era público y fue el más importante pediátrico de La Habana y del país. Allá quien se crea que Fidel Castro fue el salvador de la patria: fue el gran demoledor.

Apagón rima con ciclón

Los más agonicos de todos los apagones eran los que se producían antes y después de un ciclón: fácilmente podías estar cuatro o cinco días sin luz. Uno de los últimos huracanes que pasé en La Habana fue anunciado con fuerza 5. Logré preparar un poco de almuerzo en casa de una vecina y después de comer, mis hijos y mi nieta hicieron lo único que se podía hacer en esos casos: acostarse a dormir. Y que fuera lo que dios quisiera.

Ya en amplias zonas del municipio Diez de Octubre no había fluído eléctrico y los pocos vecinos que tenían radio de pilas (baterías) oían los últimos partes del Instituto de Metereología y a voz en cuello se lo trasmitían a los otros. “Oye, fulano, están diciendo que hay que quitar las antenas y limpiar bien las azoteas”. Al poco rato: “Caballeros, tienen que asegurar puertas y ventanas de cristal, porque dicen que el socio (el huracán) va a acabar con la quinta y con los mangos”.

Iván, quien heredó la misma sangre de horchata (carácter flemático) de mi padre y familia paterna, me decía: “No cojas lucha, acuéstate a dormir, deja que el ciclón acabe de llegar y desbarate lo que va a desbaratar”. Ellos roncando y yo sentada en el sillón de la sala, con mi radiecito Sony, oyendo las últimas noticias, mirando fijamente la ventana de cristales de la sala, para no perderme cuando la fuerza de los vientos la hiciera añicos. A las cinco de la tarde todo estaba oscuro como boca de lobo y yo allí, esperando lo peor.

Esa vez, de nuevo, el huracán se alió con Fidel Castro y no descargó su furia sobre La Habana. La capital volvió a salir ilesa de un huracán fuerza 5. Eso debe haber sido después de abril de 2001 o en el 2002, porque ya mi madre había fallecido. Estuvimos cuatro días sin luz. Inenarrable.

No todos en Cuba ni en La Habana sufren por igual los apagones. Los que viven en “zonas priorizadas” (cerca de una unidad militar, embajada, hospital u hotel, entre otras instalaciones consideradas importantes) apenas se ven afectados por los cortes de electricidad. Dentro de nuestro propio barrio había cuadras en las que nunca se iba la luz y a veces ocurrió que acababa de conectar para hacer arroz en la olla arrocera y, pum, el jodío apagón.

Cuando eso ocurría, la primera esposa de Iván, cogía la olla y se iba a casa de unas amistades de ella que vivían pegado al Paradero de la Víbora donde no se iba nunca la luz, porque su zona era “priorizada”. Después, cuando ellos se separaron, no me quedaba más remedio que sacar el caldero de hierro y terminar de cocinarlo allí. A veces ocurría un milagro y de pronto volvía la luz, pero ya yo, a punto de estallar, lo dejaba en el caldero, quedara como quedara. Mi madre fue especialista en cocinar arroz: siempre le quedaba blanquito y desgranadito y por ello a mis hijos nunca nadie les pudo hacer comer arroz ensopado, tipo risotto. Si me quedaba un pegoste, no lo tiraba a la basura, se lo llevaba a algún vecino. Porque si algo en medio de aquella caótica y agobiante vida a mí me consolaba era saber que había muchísima más gente peor que nosotros.

Guajiros, dólares y merolicos

La reapertura de los mercados agropecuarios en 1994, abruptamente aniquilados en 1990-91, mejoró considerablemente la situación, sobre todo porque resurgieron al año siguiente de la despenalización del dólar. Esos dos hechos, la despenalización del dólar en julio de 1993 y la reapertura de los mercados campesinos en el 94, contribuyeron en un alto porcentaje a aliviar la pésima calidad de vida y a mejorar la mala alimentación, que tan nefastas consecuencias trajo para la salud de miles de cubanos y particularmente para mujeres jóvenes en edad reproductiva: cuando salieron embarazadas y dieron a luz tuvieron bebés de bajo peso, producto de las carencias nutricionales de sus madres.

Pero también estas dos nuevas realidades contribuyeron a ahondar aún más los contrastes entre los niveles de vida de unos cubanos y otros. A grosso modo esa brecha se simplificó llamando a unos “los sindólares”, los que no tenían FE (familia en el exterior), la gran mayoría de la población, y “los condólares”, los que tenían FE o dentro del gobierno trabajaban en turismo o corporaciones donde una parte del salario era devengada en divisas.

Nuevamente para paliar un problema se creaba otro, como en 1986, cuando Fidel Castro decidió renovar la policía y potenciar el desarrollo turístico: comenzaron a venir turistas, con ellos las ansiadas divisas, pero todo un submundo de marginalidad, antítesis del sueño del hombre nuevo preconizado por el Che, que en menos de una década nos invadió de un extremo a otro de la isla. Las jineteras, proxenetas, bisneros y pingueros, entre otros, podían haber nacido en La Habana, pero también en Cienfuegos, Camagüey, Holguín, Pinar del Río o Guantánamo.

Los “sindólares”, lógicamente, trataron de buscarse los “fulas” a como diera lugar, pues en los mercados campesinos se conseguía arroz, frijoles, carne de cerdo o carnero, viandas y frutas, pero no jabón, detergente, desodorante, ropa y zapatos. Hasta que no se abrieron las Cadecas (Cajas de Cambio), el suministro de billetes verdes provenía de los “condólares”.

Fue una etapa de un gran meroliqueo, de una gran especulación y un gran mercado negro. El cambio al inicio era de 150 pesos por un dólar, después bajó a 100 pesos por un dólar. Hacia fines de 1993 habia bajado a “cien por uno” y con 14 dólares que teníamos guardados para ir preparando la canastilla -mi primera nieta tenía previsto nacer en julio/94, finalmente se adelantó y nació un mes antes, el 3 de junio- compramos catorce metros de “tela antiséptica”, como llaman en Cuba a una tela blanca, de algodón, tradicionalmente utilizada para confeccionar pañales y sabanitas. Los culeros suelen ser “de gasa”, un tejido más suave, que se lava y seca más rápido (eran excepcionales las recién paridas que podían comprar culeros desechables o pampers).

Pese al trapicheo y el frenesí por conseguir “fulas”, indiscutiblemente la apertura de los mercados agropecuarios ayudaron a la población a enriquecer su dieta diaria.

Cuotas y estómagos

Hasta mi salida de Cuba, en noviembre de 2003, por la libreta de racionamiento mensualmente se podía adquirir, per cápita: 6 libras de arroz blanco; 3 libras de azúcar blanca y 3 libras de azúcar prieta; 20 onzas de frijoles (negros, blancos, colorados o chícharos); un paquete de sal yodada (lo vendían un mes sí y otro no); un paquetico de 4 onzas de café mezclado con chícharos, una vez cada quince días y media libra de aceite per cápita, no todos los meses.

La distribución de leche y yogurt se circunscribía a niños hasta los 7 años, embarazadas y enfermos crónicos. Los ancianos tenían “derecho” a una ración de un cereal incomible denominado Cerelac y que muchos preferían dejarlo en la bodega. Huevos daban 8 per cápita al mes. El pollo, carne de res, pescado y embutidos no tenían fecha fija para ser vendidos y la cuota asignada a una persona se comía de una vez, en almuerzo o comida.

Una acotación: en la capital suelen dar más cantidad de productos y con más frecuencia, en el interior del país, menos. Los domingos el periódico Tribuna de La Habana publicaba la relación de alimentos que el Ministerio de Comercio Interior tenía previsto distribuir para la semana siguiente, pero en la edición digital no se reproducía, para no darle “trigo” al “enemigo”.

Las cuotas asignadas por el Ministerio de Comercio Interior no satisfacían a todos por igual, lógicamente. No todos tenían el mismo apetito y estaba en dependencia del número de personas en la libreta y de la composición del núcleo familiar: en los hogares con más niños pequeños, por ejemplo, los adultos podían disponer de más café, pero lo más seguro es que el azúcar no alcanzara. Pero, en general, una persona de estómago normal y apetito limitado, con esas cuotas podía comer una semana, o a mucho tirar, diez días.


La otra libreta

Cuando el gobierno implanta el racionamiento, el 26 de marzo de 1962, crea dos libretas: la de productos alimenticios y la de productos industriales. La primera enseguida fue identificada como “la libreta de la comida”, y la segunda “la de la ropa”.

La libreta “de la ropa” permitía adquirir todo lo que no fuera alimentos, desde ropa y calzado, hasta hilos, bombillos y juguetes. No recuerdo ahora, pero a una mujer, por ejemplo, le tocaban dos o tres “vueltas” de blumers al año (cada “vuelta” podía ser de un blumer o de dos, según) e igual número de “vueltas” de ajustadores. Con los zapatos eran menos espléndidos y a veces te ponían en la disyuntiva: si comprabas un par apropiado para salir, podías quedarte sin un par para ir a trabajar. A los niños solían darles un par “adicional”, para uso escolar y solo tenías dos opciones: de cordones, de corte bajo, o las llamadas botas rusas o cañeras, similares a las que usaban los militares y los cortadores de caña. Por ser más duraderas, las madres las preferían para sus hijos cuando ya tenían el pie más grande. Los niños -y también los adultos- que requerían zapatos ortopédicos perdían el derecho a comprarse un par de zapatos normales.

Los uniformes escolares se vendían -y todavía se venden- bajo un estricto control y, además, no le puedes comprar uno todos los años. Cuando nos fuimos, en noviembre de 2003, mi nieta estaba en 4to. grado y la madre le había acabado de comprar un uniforme para comenzar el curso, en septiembre, y ya no tenía más derecho. O sea que tenía que hacer 4to, 5to. y 6to. grados con ese solo uniforme, una niña como que con los 13 años que tiene ahora mide 1,73. Entonces en torno a los uniformes escolares hay un gran negocio, los que trabajan en los talleres se los roban y los revenden, de modo que un uniforme que el Estado te vende en 5 pesos, por 5 dólares (125 pesos) lo consigues “por fuera”.

Durante unos años por la libreta de productos industriales se distribuyeron juguetes, a razón de tres por niño, de 0 a 12 años: uno básico (de mayor tamaño, calidad y precio) y dos adicionales (jugueticos pequeños y baratos). Pero con la llegada del “período especial” esto se esfumó y ahora sólo se pueden comprar juguetes por dólares.

Los cakes para cumpleaños se daban por la libreta de productos alimenticios, a razón de uno hasta los 10 años. Eran malísimos y costaban 10 pesos. El cumpleañero tenia “derecho” también a un pomo de esencia de refresco (para ligar con agua y azúcar); un paquete de “pastillitas” (caramelos) y 25 panes, que las familias pican a la mitad o en cuatro partes, untan un poquito de “pastica” y lo reparten como “bocaditos”. Los que tienen un poco más de recursos, hacen croqueticas de “averigua” y una ensalada de coditos con mayonesa hecha en casa, con cebollinos y “perritos” (salchichas) picoteaditos.

Por debajo del tapete

En el mercado negro o subterráneo se podía comprar de todo: desde el último bestseller mundial o la última película producida en Hollywood hasta ropa, calzado y perfumes de marca, muebles, piezas para autos, computadoras, teléfonos celulares, botellas de aceite, piernas de jamón o puerco, sacos de papas, carne de res, CDs “quemados” (que es como se llama en Cuba a los discos pirateados o top mantas), instrumentos musicales, una bóveda en el cementerio, bicicletas, motos, autos, lanchas, tabacos Cohiba legítimos o falsificados, cuadros verdaderos o falsos, revistas del corazón, ediciones no tan recientes de El País o El Nuevo Herald, Viagra, toda clase de medicamentos y bebidas alcohólicas, tintes para el pelo, gafas, aceite de oliva, cajas de bombones, café y cigarros de importación. Absolutamente de todo. Siempre y cuando se tuvieran suficientes dólares o pesos para pagar lo que pidieran.


Nosotras

Somos las más afectadas en todos los conflictos, trátese de guerras, catástrofes naturales o crisis económicas. Y junto con nosotras los niños, ancianos y enfermos.

Es una contradicción, pero las grandes víctimas de la revolución de Fidel Castro han sido las mujeres. Y, contradictoriamente, Fidel Castro ha logrado mantenerse tantos años en el poder gracias a las mujeres. ¿Por qué?

Precisamente por ser las más sufridas, debieron haber sido las que más pronto hubieran salido a las calles a protestar, sonando cazuelas o no. Por ello lo que están haciendo las Damas de Blanco tiene tanto valor. Ellas, es cierto, protestan por la libertad de sus esposos y familiares, pero en su protesta va implícita su oposición al régimen.

Mas como desde el primer momento Fidel Castro todo lo calculó (prohibió las huelgas, eliminó el Habeas Corpus en la jurisprudencia cubana, cerró todos los periódicos y revistas y de un tajo acabó con la libertad de expresión y reunión), también previó mantener bajo control a las mujeres y en 1960 creó la Federación de Mujeres Cubanas.

En una serie sobre la mujer negra cubana, publicada en la web de la Sociedad Interamericana de Prensa en septiembre de 2003, escribi: “La propia Federación de Mujeres Cubanas (FMC) es una organización estatal anquilosada. Aunque sus funcionarias participan en eventos internacionales y sus declaraciones se avienen con los últimos enfoques de género, en la ‘concreta’ los discursos no ‘cuadran’ con el día a día de las cubanas. Un diario vivir bastante precario y alejado de las tendencias modernas acerca de la mujer. La compleja gama de problemas que su condición representa en Cuba es materia pendiente. Desde su fundación, el 23 de agosto de 1960, la FMC ha estado presidida por Vilma Espín, blanca ingeniera de profesión y con un currículum guerrillero. Madre de cuatro hijos y esposa del número dos de la revolución, Raúl Castro, la señora Espín, con el mayor de los respetos, es arquetipo de inmovilismo. Al parecer, nada dentro del movimiento femenino cubano -con una historia muy anterior al triunfo de los barbudos- se modificará hasta que cese su mandato. O hasta que el actual estado de cosas cambie”.

En ese mismo trabajo digo: “Desde hace más de cuatro décadas una serie de problemas fueron clasificados como tabú en Cuba: el racionamiento alimentario decretado en 1962; el alto índice de abortos, divorcios y suicidios; la vida familiar de los dirigentes y el tópico negro, entre otros. Han estado engavetado o mantenido en secreto, hasta que su volumen fue alarmante, la prostitución, el alocholismo, la drogadicción y la malnutrición, que ha incidido directamente en el bajo crecimiento de niños y adolescentes así como el retraso mental y anomalías congénitas relacionadas con causas que van desde incorrectos hábitos nutricionales hasta pésimas condiciones ambientales”.


Entre la solidaridad y la penuria

El aporte de las abuelas ha sido igual o mayor que el de las madres, porque en Cuba las abuelas se asemejan bastante a las jefas de tribus matriarcales. Y como aquéllas, en éstas descansan todavía demasiados problemas: cuidar a los nietos, alimentar a la familia y hasta salir a la calle a vender maní o periódicos, para tratar de llevar unos quilos a la depauperada economía familiar.

El apoyo no sólo se vio entre abuelas, madres, hijas y nietas sino en general entre todas las mujeres, en particular en las más abiertas y comprensivas, y menos en las más egoístas y cerradas.

Como toda crisis económica y moral, el “período especial” no fue una excepción y obligó a mostrar a las cubanas, tradicionalmente generosas y hospitalarias, una cara ingrata: tener que disimular o esconder alimentos o el café -en Cuba, toda la vida, a las visitas se les ofrece café y durante el “período especial” no se podía ofrecer, so pena de quedarse uno sin el buchito para tomar al otro día. Otras veces llegaba una visita y si uno estaba preparando el almuerzo (los cubanos suelen almorzar entre las 12 y la 1 del día) o la comida (lo que los españoles llaman cena, en Cuba se acostumbra comer entre las 6 de la tarde y las 8 de la noche) había que esperar a que se fuera, porque tenía lo justo y no alcanzaba para invitarlo.

Recuerdo que una vez me fuí con una vasija a hacer cola para comprar arroz con sardinas, en uno de esos comedores que cocinaban para llevar a casa y sólo daban dos raciones por persona. Cuando llegué, le serví a Iván y me disponía a comer mi ración (que para nada me apetecía, pero no había otra cosa) cuando llegó el hijo de una amiga nuestra, quien siempre que iba a su casa no me dejaba ir sin invitarme a comer algo, y le dije: “Llegaste a tiempo, no sé si te gusta el arroz con sardinas, pero es lo único que tenemos”. Él, que como casi todos en aquellos días, estaba muerto de hambre, se lo comió como si se tratara de una paella valenciana.


Códigos morales

Los hombres que siempre fueron colaboradores con su mujer y participativos en las tareas domésticas, hicieron suyo el “perodo especial´” y arrimaron aún más el hombro. Pero... ese tipo de hombres escasea y constituye menos de la mitad de los cubanos que son cabezas de familia. Así que una buena parte de los hogares siguieron como hasta entonces: con las mujeres dando espalda y pecho, hígado y riñón, corazón y ovarios.

Las estadísticas, si existen, las desconzco. Pero puede que en algunos casos los hombres adoptaran una actitud aún más machista y egoísta y se dedicaran a beber, jugar dominó, ir a la pelota y hasta irse a vivir con una mujer con mejores condiciones de vida que en su seno familiar. Hay de todo en la villa del señor.

Independientemente del país y el contexto donde éstas se produzcan, las crisis y conflictos dañan los codigos morales, máxime en un país que pese a su intención de crear un hombre nuevo, lo que creó fue un ciudadano con menos valores ético-morales de los existentes antes de 1959. En los casos de familias y personas con códigos éticos arraigados, el “período especial” no les hizo mucha mella.

¿Llegó lo que faltaba?

Si tenemos en cuenta que hacia finales de los 80 en el panorama nacional, especialmente en la capital, habían hecho su aparición personajes hasta ese momento desconocidos, como los jineteros, es de suponer que la llegada del “período especial” se convertiría en caldo de cultivo propicio para su propagación.

El jineterismo es un concepto más amplio que la prostitución y el proxenetismo e incluye a los dos sexos. En Cuba, como en cualquier parte del mundo, las mujeres que venden su cuerpo son putas. Pero no todas las jineteras son prostitutas, aunque lo parezcan. A diferencia de planteamientos hechos por algunos cubanólogos, no considero que el jineterismo sea “una forma de trabajo por cuenta propia” y menos verse como “una postura de oposición”. El jineterismo es un fenómeno social y sus orígenes están en los errores de la revolución: junto con su maleta de promesas, sueños y esperanzas trajo un maletín repleto de contrastes, desigualdades y discriminaciones.

El primer jinetero -que supongo debe haber vivido en una cuartería o vivienda apuntalada de Centro Habana, debe haber sido un joven negro o mulato de entre 20 y 30 años y tener un título universitario metido en una gaveta- no salió a la calle para “trabajar por su cuenta”. Salió porque no tuvo más remedio que salir a “luchar”, un concepto que significa “jugarse el pellejo”, “olfatear la cárcel” y también “arriesgar la vida”.

Lo que ocurre es que como los primeros jineteros tuvieron relativo éxito, otros comenzaron a perder el miedo y comenzaron a salir a la calle a “luchar”, “resolver”, “inventar”. Primero, repito, eran hombres, después fue que surgió la variante de la jinetera-prostituta y con ellas los proxenetas o chulos, y luego fueron sumándose toda clase de “bisneros” desde los que contrabandeaban obras de arte y alquilaban ilegalmente sus casas hasta los que decidieron “enriquecerse” con la venta de tabacos falsos o metiéndose en el negocio de la droga.

Si nada dentro de ese fenómeno social llamado jineterismo puede verse como una forma de trabajo por cuenta propia, menos aún puede decirse que sea una manifestación de algún tipo de postura oposicionista al régimen. Quienes sostengan eso no tienen la menor idea de la realidad.

Conocí a unos cuantos jineteros y jineteras, maricones y travestis, entre otros antisociales y marginales, y puedo decir que aunque ellos personalmente tuvieran una pésima opinión de Fidel Castro y su revolución, no querían saber nada de oposición política. Por el contrario, decían que los disidentes les ponían “mala la cosa”, por la represión que desataban y que daba pie a que “la cogieran también contra nosotros”. Por lo regular se vanagloriaban de ser “apolíticos”, de no estar con unos ni con otros.

Las dos veces que estuve detenida, en 1997 y 1999, conviví en calabozos con jineteras y delincuentas, y tenía que mantenerme callada, porque suelen ser utilizadas por la policía como “chivatas”. Dentro de esos grupos marginales la policía y la Seguridad del Estado recluta personas para infiltrarlas dentro de la oposición, tenerlos como informantes y movilizarlos para participar en actos de repudio. A cambio de su “colaboración”, les permiten seguir en su submundo. Me entristece mucho que ese tipo gente se deje coger para eso. Hay sus excepciones, pero son las menos. Como ellos también son víctimas, sufren vejaciones y son detenidos, juzgados y van a parar a las cárceles, fuera de Cuba puede creerse que son opositores. Pero no, no lo son.

¿Cuántas cubanas optaron por la prostitución con la llegada del “período especial”? Las cifras se desconocen. Lo que sí se sabe es que muchas se prostituyeron por razones de verdadera miseria y para tratar de salir de situaciones desgarradoras, pero otras lo hicieron para tener perfumes, vestir a la moda y otras superficialidades. A pesar de que entre las jineteras y prostitutas había y hay jóvenes preparadas y hasta universitarias, también debe decirse que en Cuba no siempre un diploma escolar es sinónimo de nivel cultural.


Epílogo

Por los días en que preparaba este trabajo para subir al blog, Encuentro en la Red (www.cubaencuentro.com) divulgaba que un equipo de investigadores de la Universidad Johns Hopkins, Estados

y otro de la Universidad de Cienfuegos, Cuba, luego de estudiar los efectos del “período especial” en la Isla, habían concluido que éste había sido beneficioso para los cubanos (información completa y comentarios suscitados pueden leerse haciendo click en: http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro-en-la-red/cuba/noticias/investigadores-de-ee-uu-y-la-isla-concluyen-que-el-periodo-especial-ha-sido-bueno-para-la-salud/(gnews)/1190825160).

Desconozco las informaciones y estadísticas utilizadas por dichos investigadores y si libremente pudieron pesquisar y entrevistarse con cubanos que padecieron -y muchos todavía padecen- las secuelas del “período especial en tiempos de paz”. Pero de lo que sí estoy segura de que ninguno de ellos lo vivió in situ como lo viví yo, mi familia, mis vecinos, mis amigos...

Es excelente montar bicicleta todos los días. Pero cuando se ha podido desayunar y cuando por lo menos se puede hacer una buena comida caliente al día. Es excelente cuando se tiene una bicicleta adecuada a tu peso y tamaño; cuando se dispone de un casco protector, luces, chalecos fluorecentes y otros aditamentos que te garanticen un mínimo de seguridad en la vía, sobre todo cuando pedaleas de noche en calles oscuras o semioscuras.

Según cifras extraoficiales, entre 1991-2001, década crucial del “período especial”, habría sido considerable el número de ciclistas fallecidos, heridos o con traumatismos de diversa intensidad, como consecuencia de accidentes de tránsito que hubieran podido evitarse. A diferencia de China, Vietnam y Holanda, entre otras naciones, la población cubana no ha sido educada para utilizar la bicicleta como medio casi obligado de transporte diario. En Suiza, por ejemplo, a los niños desde pequeñitos no sólo se les enseña a montar bicicleta, sino a conocer las leyes del tránsito. Las velos son muy usadas por tratarse de un vehículo no contaminante del ambiente, algo que también me parece estupendo.

Pero en el caso de Cuba, el aporte ecológico es escaso: el número de autos particulares, además de obsoletos es insignificante; y porque lo que las bicicletas no ensucian, lo ensucian y en grado superlativo, esos mismos autos viejos, así como los ómnibus y camellos, que circulan por las calles soltando monóxido de carbono a tutiplén (hace ahora veinte años, en 1987, hice un programa televisivo sobre el tema, Veneno sobre ruedas se titulaba).

Antes de 1959, a los niños, solían regalarles velocípedos y bicicletas por Navidad y Día de los Reyes, y éstos las utilizaban en sus ratos libres como distracción o deporte. Después que el ejército de barbudos llegó, mandó a parar, todo comenzó a desaparecer y lo que quedó a ser destruido, las bicicletas se convirtieron en un objeto anacrónico. Al no venderlas más, las existentes fueron rompiéndose y sólo unas pocas en toda la Isla lograron sobrevivir al paso de la desidia y del tiempo.

Las bicicletas socialistas llegaron en 1990, junto con el “período especial”: primero las chinas, para vender a estudiantes y trabajadores en moneda nacional, y después las capitalistas, que se podían adquirir tras la despenalización del dólar, en julio de 1993. Como ya escribí, con la reapertura en 1994 de los mercados libres campesinos, comenzó a mejorar la situación alimentaria y, con ella, los ciclistas a poder comer mejor y aumentar un poco de peso. Hasta entonces, parecían anoréxicos pedaleando.

Dudosa, al menos para mí, es la afirmación de que mermaron los casos de diabéticos. No sé cómo esto se produjo, porque al cubano siempre le gustó comer postres y dulces, y al no poder tenerlos, empezó a tomar agua con azúcar, prieta o blanca, dos, tres, cuatro veces al día (la famosa “sopa de gallo”). Muchas personas por desayuno tomaban cocimiento de hojas de naranja, limón, guayaba, tilo, menta, albahaca, yerbabuena, salvia, romerillo o cualquier otra planta o yerba de agradable sabor. Ese “té” lo tomaban caliente, bien endulzado, y así poder comenzar el día con “suficiente energía”.

La falta de vitamina A y de Beta-carotene afectó la vista de una cantidad indeterminada de cubanos y a otras, como fue mi caso, se los agravó. Las neuritis y polineuritis no fueron un invento: todavía muchos no han podido recobrarse del daño causado a su organismo por la no ingestión de vitaminas ni minerales.

Casos de estreñimiento, hemorroides y otros trastornos intestinales se presentaron en aquellas personas cuyo organismo necesitaba consumir aceite vegetal dos o tres veces por semana como mínimo.

La ausencia de calcio en la dieta diaria ocasionó que las ya deficientes dentaduras de los cubanos comenzara a tener más caries y problemas odontológicos. Y no fueron aislados los casos de personas, más o menos viejas, a quienes se les empezaron a caer dientes y muelas. La falta o disminución de calcio también debe haber afectado en los procesos de cambios de dentición en los niños que tuvieron la mala suerte de nacer entre 1991 y 2001 y no pertenecer a familias “condólares”.

En mi opinión, las dos peores consecuencias fueron:

1) La enorme cantidad de niños bajos de peso y talla que a partir del “período especial” empezaron a nacer (años después trataron de remediar la situación distribuyendo a estos niños una cuota extra de arroz, frijoles, pastas, aceite...

2) Y aunque mucho antes de esa época las mujeres comenzaron a tratar de aliviar la escasez y penurias que la revolución les trajo teniendo un solo un hijo, si acaso dos, fue durante el “período especial” cuando las cubanas dijeron NO y dejaron de parir: si salían embarazadas, se hacían un aborto. El resultado es bien conocido: el decrecimiento y envejecimiento de la población.

Todo ello al margen de depresiones y divorcios; aumento de la violencia doméstica violencia y callejera; índices de tabaquismo, alcoholismo, prostitución, juego ilícito, corrupción, actividades delictivas, suicidios y de muertes evitables, como la del doctor Desiderio García.


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