Hubo una fiesta de Navidad en la oficina de Columbus Realty Investment Company. A instancias del Sub-gerente pretencioso, había sido de vino y queso. A Walkiria no le gustaba, pero participó como si le encantara.
El timbre del teléfono la despertó. Contestó.
—¿A qué hora vienes?, le preguntó la voz de su madre, en tono impaciente. Regina se había quedado con Victoria porque estaba de vacaciones por Navidad y estaban esperándola para ir a comer en el restaurante Las Culebrinas.
Miró el reloj. Eran las 3.
—Estoy ahí en media hora, contestó tratando de sonar alerta.
Estaba desnuda. Se levantó y fue a la sala. La puerta de la calle estaba abierta de par en par. Su cartera estaba en el piso frente a la puerta. Miró afuera. Su carro no estaba en la entrada. ¿Dónde estaba su carro? Fragmentos del día le cruzaron como relámpagos por la mente. El bar Stuft Shirt. ¿Estaría allí? ¿Cómo había llegado a la casa? Se lavó los dientes y se vistió. Llamó un taxi. Se peinó y se puso brillo de labios.
En el taxi recordó cuando estaba entrando a otro, ayudada por alguien, el chofer había dicho, “¿Ella no irá a vomitar, no?” A éste le pidió ahora muy sobriamente: "Al Stuft Shirt de la Avenida Brickell y el Veinticinco Road, por favor".
Al chofer del otro taxi cuando se había sentado le había dicho con la voz más diabólica que podía proyectar: “Ahora es que voy a vomitar”.
¿Por qué había ido al bar? Le parecía haber ido sola. ¿La fiesta de la oficina se había terminado? El gerente, que la había empleado hacía año y medio, regresaba a Columbus en enero. ¿Habría ido con otros compañeros del trabajo? No se sabía si el sub-gerente quedaría en el cargo. Recordó haberse sentado a la mesa de dos extraños que estaban solos. No quería estar sola. No quería ir para su casa.
Había ido al salón de señoras. Su cara le lucía extraña en el espejo. Se sentía muy cansada. Se había sentado en el suelo recostada a la pared delante de los lavamanos. Una mujer, alguna empleada, quizás una camarera, trató de levantarla. “Déjeme aquí. Estoy cansada. No quiero levantarme. Quiero descansar”. “Llámale un taxi”, dijo la voz de un hombre, tal vez el administrador. “Estaba sola”, dijo otro.
Nadie la conocía. No había adornado un arbolito. Martín había ido a Cancún por las Navidades con su prometida. Su prometida. La gente divorciada de 33 años de edad no tenía prometidas. A ella la había llevado a Paradise Island un fin de semana hacía diez años, cuando le habían dado el ascenso.
Cuando llegaron, le pagó al chofer,
—Gracias, le dijo el hombre. Felicidades.
—Gracias, igualmente.
Entró al parqueo, vio su Cougar y se dirigió a él sin mirar al empleado. ¿La recordaría? Le parecía que no era el mismo que antes, más temprano. Le tendió un billete y el hombre le dio vuelto.
Se encaminó a la casa de su madre en Brickell Estates. Después que nació Victoria, no iban más que a Mattheson Hammock y no habían vuelto a viajar mas lejos de Disney World. Las frondosas higueras sombreaban Coral Way. Delante de la iglesia Ortodoxa Griega Santa Sofía había un Nacimiento tamaño natural. Había asistido a la boda de una compañera de trabajo ahí hacía año y pico. A unas yardas la seguía la Congregación Beth David. Hanukkah había ya terminado hacía más de dos semanas. El hijo de sus vecinos asistía a la escuela elemental Gordon. En esta área había tres templos religiosos a seis cuadras de distancia.
Había enviado unas cuantas postales por correo; no la cantidad que mandaba cuando estaban casados. Los regalos de Victoria estaban envueltos, guardados en el closet de su habitación, una Barbie bailarina y un juego de bordado a medio punto de margaritas. Martín le traería un par de patines, una pelota de balón-volea o un salvavidas. Walkiria había matriculado a Victoria en la escuela St. Hugh, en desacuerdo con Martín, que quería que asistiera a escuela laica, y su madre, que quería que fuera a Sts. Peter & Paul.
Regina la recibió.
—Tú ni te pusiste rímel. Ella se había arreglado el pelo en la peluquería.
—Me puse sombra, respondió Walkiria, cansada. Y brillo de labios.
Su madre había adornado un arbolito, frente a la ventana de la sala.
—Pero es una lástima que no resaltes esos ojos tan lindos. Desperdiciados.
Victoria tenía puesto un sweater rojo y pantalones acampanados, no el vestido a cuadros verde que ella quería, y tenía expresión disgustada.
—¿Me cambio?, aprovechó para preguntar Victoria.
—No, ya quédate así. Te lo pones mañana, para casa de tía Diamela y tío Wayne.
Ellos vivían en South Miami y celebraban una fiesta en el patio al día siguiente. Iba a haber lechón, congrí, yuca con mojo, plátanos verdes fritos, ensalada de lechuga y rábanos, turrones, dátiles, sidra y ron con Coca-Cola. Era un día en el que las tradiciones de Wayne quedaban subordinadas a las cubanas. Diamela decía que las de él se honraban el día de Acción de Gracias, cuando ella asaba pavo con relleno de pan, servían boniato con altea, maíz en mazorca, pastel de calabaza y de “mincemeat”. Tomaban ponche de huevo con canela y whisky.
Carol, su hermana menor, aportaba su cacerola de habichuelas tiernas con almendras, y Mrs. Gardner contribuía con su puré de papas. Y para el atardecer todos quedaban comatosos de comida, mirando el juego de balompié.
—¿Y si hace frío?, preguntó Regina.
—Mañana va a estar a setenta y si hace frío,se pone un sweater por arriba.
—¿Un sweater?
—Rojo, para que esté a tono por Navidad.
Diamela era la juiciosa y sobria de la familia y había tenido la suerte de encontrar un hombre sensato y responsable, contador de oficio. Le gustaba cocinar, se llevaba bien con la suegra y la cuñada. Se había convertido a la religión metodista y tenían un niño de nueve años. Walkiria se consideraba la alocada, la descabellada, y había tenido el desacierto de enamorarse de un hombre atolondrado y errático. Mientras estuvo casada, cocinaba porque le gustaba comer en familia y Martín cooperaba. Hacía dos años había preparado un plum pudding, pero ahora prefería comer en restaurantes siempre que podía, o pedía comida para llevar al salir del trabajo. El Blue Plate en la Calle 1ra. vendía comida por libras. Carol se había casado también con un cubano, Fernando, y estaban esperando su primer hijo.
En el restaurante en Flagler, Regina pidió pechuga de pollo a la plancha, Walkiria ordenó camarones al ajillo y Victoria quiso comer picadillo. Walkiria sabía que lo hacía para no tener que picar la carne, pero Regina objetó: "Eso es igual que comer hamburger".
—Deja que coma lo que quiera. La comida ahí era excelente, pero el lugar era chico y las mesas estaban un poco próximas.
—Eso no alimenta.
Walkiria vio que Victoria empezó a bajar la cabeza y pronunciar el labio inferior.
—Que la carne esté molida no le afecta la nutrición, insistió.
Regina no interfería con Diamela porque Wayne se daba su lugar y ella no se atrevía a inmiscuirse. Su hermana había bautizado a su hijo Dwayne con el nombre del padre y la inicial de ella delante. Su madre le había puesto a su hermana mayor el nombre de una flor y ella albergaba una leve sospecha furtiva de que a ella le había confundido el nombre con el de la wisteria y la había yerrado por vida con el rótulo de amazona. Ella misma no había sabido el significado hasta que la maestra de sexto grado se lo había dicho a los once años.
Carol era un poco reservada, no se sabía qué opinaba, ni quien le caía bien, su sonrisa era siempre la misma. Carol era cuñada de Diamela, Diamela era concuña de Fernando, que creía era de apellido Quiñones y llevaba ocho años en el país, trabajaba de vendedor de bienes raíces y vivían en Westchester, pero ella no estaba emparentada con Fernando. Le parecía que había oído decir que era de Bauta.
—Mami (la voz de Victoria la sacó de sus cavilaciones), ¿puedo comer turrón?
—Hoy no, mi amor, le contestó su abuela, eso es mañana.
—Yo no creo que aquí tengan turrón hoy, le dijo Walkiria. Yo no vi nada de Nochebuena en el menú. ¿Quieres buñuelos o crema catalana?
—Buñuelos habrá en casa de Diamela, insertó Regina.
—Crema catalana, dijo Victoria. ¿Ésa es la que le pegan fuego?
—No, no le pegan fuego, rectificó Regina, le queman el azúcar.
—Sí, rió Walkiria, viene con la bomba de incendio. ¿Quieres eso?
Victoria asintió entusiasmada. Le gustaba todo el floreo que acompañaba a la crema catalana. Regina tomó café solo.
—Dos vasos de leche, por favor, le pidió Walkiria al camarero. Es bueno con los mariscos, explicó.
El miércoles, con su vestido verde, Victoria fue directamente para la casa de Diamela y Wayne. Regina había ido sola, más temprano, para ayudar. Estaban cerca del hospital, la universidad, el centro comercial Dadeland. Tenían la tienda Belk's por departamentos, un par de peleterías pequeñas en Bird Road y Picnic's diner cerca, en la 57 Avenida y estaban celebrabando la feria agrícola, donde vendían conservas de guayaba elaborada por norteamericanos. Le gustaba esta zona.Era acogedora como un pueblo familiar. Pero prefería vivir más cerca del centro. Además, cerca del modelo de la familia hubiera sido difícil cumplir las expectativas establecidas por su hermana.
Había seis carros parqueados delante de la casa. Tenían luces de colores colgadas en el patio. Walkiria fue saludando a todos. Estaban allí Carol y Fernando, un compañero de trabajo de Wayne, Hal, y la esposa, Charlotte; los vecinos, Hank y Mae. Su madre estaba sentada hablando con Mrs. Gardner; Mildred había estado en las WAVES en la Segunda Guerra Mundial. Hubo abrazos, besos, apretones de mano y algunas palmaditas compasivas en el antebrazo. El perfume flotaba en el aire de la tarde mezclado con el olor a cigarrillo.
Victoria y Dwayne se dirigieron hacia las hamacas. Esta tarde serían inseparables porque no había mas niños. Una mesa grande con mantel de flores de Pascuas ocupaba un espacio a un costado cerca del seto de santa rita, había sillas de aluminio en la hierba. De la casa venía la música navideña, “Esta noche es Nochebuena y mañana es Navidad”, “Deck the Halls with boughs of holly”. En la sala resplandecía el arbolito, natural. Ella era la única de su generación sin pareja.
—Te queda bien el pelo así, miermana, le dijo Diamela. ¿Martín va a venir?. Todos simpatizaban con Martín.
—No, él está en Cancún hasta el lunes. No mencionó a “la prometida”, porque hubiera parecido un despecho.
—A mí me parece que ese muchacho metió la pata, opinó Fernando en tono sincero. ¡Estaba tan bien!... Él va a arrepentirse (esta palmadita compasiva fue en el hombro). Pero aquí tú nos tienes a nosotros para cualquier cosa. Walkiria no contestó.
—Tú estás bien, ¿verdad?, confirmó Wayne, en actitud positiva, y Walkiria sonrió.
—¡Como ha crecido Victoria!, dijo Carol, con su sonrisa perenne. Llevaba una “granny gown”.
—Ya está en tercer grado, respondió Walkiria. ¿Y tú para cuándo?, le preguntó, porque era lo que se esperaba.
—Para principios de mayo, contestó, acariciándose el abdomen, como acostumbraban las americanas.
—Niño de primavera, dijo Walkiria.
—Petirrojo (ave) de primavera, respondió Carol.
—Le ponen Robin. Carol sonrió.
Wayne y Fernando colocaron el lechón asado sobre la mesa. Wayne comenzó a servirlo. Al olor de la comida, Victoria y Dwayne regresaron de las hamacas. Eran trece personas. ¿Quién era la décima-tercera? Ella. Diamela y Carol sirvieron el congrí, plátanos verdes fritos, yuca con mojo, ensalada de lechuga y rábanos tallados en rosas. No cabía en los platos, plásticos con flores de Pascuas similares al mantel. Un día de excesos. Wayne y el compañero de trabajo, Hal, sirvieron la sidra y prepararon los tragos, ron Matusalem con o sin Coca-Cola, Coca-Cola sola para los niños. Hal había traído Scotch. Wayne le puso un ron con Coca-Cola en la mano. Walkiria no iba a tomar delante de la familia. Dejó su vaso disimuladamente sobre la mesa y no volvió a recogerlo. Ella y su madre repartieron los turrones de Jijona, Alicante y yema picados en trozos, dátiles, nueces y avellanas. Fernando se aprestó a cascarlas. No había buñuelos, ni higos.
—¿Qué es ser cubano?, estaba diciendo Fernando. Un cubano puede ser blanco, negro, amarillo.
—O mulato, agregó Carol.
—¿O indio?, conjeturó Hal.
—No, dijo Wayne. En Cuba no quedan indios. Predominan los descendientes de canarios.
—¿Mestizo? — aventuró Hank. Nadie le contestó.
“Pichones de gallegos”, pensó Walkiria, pero no lo verbalizó. Sentía náuseas. Probablemente mas tarde bailarían, Fernando seguramente querría. El sol hoy iba a ponerse a las 5:37. ¿Se vería desde allí? Los primeros meses de casados, Martín y ella trataban de mirar la puesta de sol siempre que podían. En Cancún él podría ver ahora el amanecer sobre el golfo. Wayne y Diamela irían mañana con Dwayne a la casa de Hal y Charlotte en Kendall a un almuerzo de Navidad. Ni ella ni Carol o Fernando estaban incluídos.
Tenía sed, pero no quería tomar refresco con efervescencia. Entró a la casa, estaba oscura, sólo la cocina había quedado encendida. Tomó un vaso del estante. Había una docena de platos plásticos sucios apilados en el fregadero y vasos plásticos agrupados en la meseta de formica. Diamela tendría bastante que fregar. Wayne secaría. Los ayudaría empezándolos, pensó. Abrió el refrigerador. No había agua fría. Se dirigió al fregadero y la sorprendió oír la voz de Hank, el vecino, a su espalda.
—Tanta comida da sed. ¿Por qué no te tomas un trago? ¿Qué hacía este hombre aquí en la casa? Habían cruzado pocas palabras. Tenía entendido que era un chofer de rastra a larga distancia.
—Ya yo tomé ron con Coca-Cola, pero quiero agua. Walkiria abrió la pila.
—No, lo que necesitas es un disparo de bourbon. Se le acercó. Walkiria retrocedió. Oí de tu divorcio. Lo siento.
—Gracias.
—Una mujer joven no debe estar sola.
—Yo estoy bien.
—Necesitas romance.
Se le encimó y colocó las manos en el borde de la meseta, a ambos lados de Walkiria. Ella quedó acorralada contra el fregadero. Trató de escurrírsele por debajo de los brazos, pero él los bajó para impedírselo. Intentó empujarlo por el pecho para apartarlo, pero él era mucho mas fuerte. Su esposa estaba afuera en el patio. No podía darle una bofetada, gritar, dar un escándalo, formar un espectáculo, sería un papelazo. Apretó los labios. Hank se inclinó a besarla. Walkiria volteó la cabeza. El beso aterrizó en la quijada. Forcejeó por zafarse de su constricción. Hank reforzó su presión. Logró librar los brazos en alto. Oyó un ruido apagado. Miró por encima del hombro de Hank. Enmarcados en la puerta de la cocina estaban Fernando y Mae con los ojos dilatados.
* Luisa Domínguez es el seudónimo de la escritora cubana residente en Estados Unidos.
Cuervo y Sobrinos, la prestigiosa joyería, relojería y tienda dedicada a la venta de objetos de arte, porcelana y cristalería nació en La Habana en el siglo XIX y en su etapa de mayor esplendor (1940-1960) radicó en San Rafael No. 215 esquina a Águila, en el corazón de la capital cubana. Con talleres propios, era una de las más antiguas e importantes del giro, representaba a los relojes Roskopf y Longines desde 1886 y a los cristales Laliques.
Su propietario, Ramón Fernández Cuervo, era oriundo de la aldea de Quinzanas, municipio de Pravia, Asturias, España. La revolución industrial había llegado a esa región alrededor de 1830. La zona dependía en gran medida de la extracción de carbón y la producción de hierro. Sin embargo, muchos asturianos que soñaban con una nueva vida optaron por emigrar a las Américas, sobre todo a Argentina, Uruguay, Puerto Rico, México y Cuba, la isla escogida por Ramón, maestro relojero que en 1862 abría en la calle habanera Amistad, una tienda dedicada inicialmente a la importación y almacén de joyas.
En 1874 trasladó la tienda a Teniente Rey 13, entre Oficios y Mercaderes, Habana Vieja. Como la mayoría de los asturianos eran emprendedores, algunos volvieron a España como personas adineradas, los llamados indianos. Ramón se quedó en Cuba y cuando su negocio tuvo la solidez suficiente, trajo de Asturias a seis sobrinos, hijos de un hermano suyo. Primero llegaron Baldomero y Teodomiro, los hermanos mayores. Pero realmente fue en 1885 cuando la tienda comenzó a tomar un gran prestigio coincidiendo con el cambio de nombre: Cuervo y Sobrinos.
El negocio se amplió, no solo como joyería-taller de lujo, que se dedicaba a reparar joyas y relojes, tambiénse convirtió en importador exclusivo para Cuba de relojes de bolsillo de marcas reconocidas como Longines y Roskopf. Ese mismo año arribaron desde Quinzanas otros dos sobrinos de Ramón, José María y Armando y posteriormente llegarían Plácido y Lisardo. En 1897, como la tienda prosperaba y requería más espacio, se trasladaron para la calle Muralla 37. En 1904 se incorporaría otro asturiano, Ricardo A. Rivón Alonso, llamado por Plácido, uno de los seis sobrinos del dueño.
En 1907, al fallecer el tío-fundador Ramón Fernández y Cuervo, le tocó tomar las riendas de la ya próspera joyería al sobrino Armando Fernández Río-Cuervo. En 1916, Ricardo A. Rivón entró como socio. Por una cuestión de conveniencia comercial, se decidió seguiría siendo conocida como Cuervo y Sobrinos.
En la literatura consultada, a partir de 1917, se deja de hablar de los sobrinos Baldomero, Teodomiro y José María, probablemente por haber regresado a España o por haber fallecido. Rivón se casó en 1917 con la señorita Cándida Campa, nacida el 12 de marzo de 1897, en La Habana, hija de Víctor Campa Blanco, dueño de la tienda por departamentos La Isla de Cuba. Ubicada en Monte y Factoría desde 1866, era la más antigua de las tiendas dedicadas al giro de los tejidos. Campa había comenzado a trabajar allí en 1876 y la compró en 1880.
El capital social de Cuervo y Sobrinos en 1917 era de $400,000 y las ventas medias fueron de unos $360,000. Se calcula que ese año contaba con tres empleados calificados, más cuatro miembros de la familia y algunos 'mozos'. Entonces, se consideraba importante un negocio que en plantilla, como mínimo, tuviera siete personas. En 1918, se mudarían para San Rafael 215 esquina a Águila, en el corazón de la ciudad. El gerente general era Armando Fernández Río-Cuervo. Los servicios eran de joyería y relojería y su eslogan, "Los Joyeros de Confianza".
Tenían un rango de productos para todos los gustos. Cualquier habanero podía tener un reloj de bolsillo con la inscripción Cuervo y Sobrinos, desde el chofer de una guagua hasta un ministro de agricultura. Su lema más famoso: “No importa las cifras que alcance su presupuesto. Un presente para cada posibilidad económica y un objeto para cada gusto. Además, su regalo llevará impreso el tradicional prestigio de la firma”.
Como el negocio iba de maravillas, para facilitar las compras de Europa, en 1920 decidieron abrir una sucursal en la ciudad alemana de Pforzheim, a 160 kilómetros al sur de Frankfurt y a 290 kilómetros al norte de Zürich, Suiza. Armando, el gerente general, estableció en Pforzheim una oficina para funcionar como comprador y proyectó otra en Rue Meslay, en París, donde se crean las más prestigiosas piezas de joyería. Las importaciones ya no sólo se limitaban a relojes, sino a porcelana alemana, cristalería y piedras preciosas talladas en Francia, convirtiéndose en una de las entidades mercantiles más sólidas de Cuba.
Armando y su hermano fueron los gerentes del negocio durante muchos años. Armando, quien también fue vicepresidente del Casino Español, falleció en 1925, y no tuvo descendencia. Plácido tuvo un hijo de nombre Justo.
Es en 1930 cuando finalmente Cuervo y Sobrinos logró instalarse en la meca de las manufacturas suizas, la ciudad de La Chaux-de-Fonds, en el cantón de Neuchâtel. En 1932, a medida que el negocio siguió creciendo, el estado legal de la empresa cambió de una Sociedad de Responsabilidad Limitada a una Sociedad Anónima. Plácido era el presidente y Ricardo A. Rivón Alonso el tesorero. Este cambio ayudó a perpetuar el crecimiento y atraer nuevos talentos que no formaban parte de la familia Cuervo. En 1937 Rivón pasó a presidente. La familia fundadora se fue extinguiendo poco a poco, hasta que Lisardo, el último de los sobrinos, falleció en 1946.
En la década de 1940, la reputación Cuervo y Sobrinos la convertiría en una de las más conocidas del continente americano. En esos años de la postguerra, La Habana era la ciudad más lujosa y moderna del Caribe. La joyería se convirtió en un destino obligado para clientes ilustres que visitaban La Habana, como Enrico Caruso, Winston Churchill, Albert Einstein, Clark Gable, María Félix, Ernest Hemingway, Édit Piafh, Igor Stravinsky y Pablo Neruda, entre otros.
En 1952, en la calle San Rafael había once joyerías y trece en 1957. Pero indudablemente la más famosa fue Cuervo y Sobrinos, que se consolidaría como una firma de relojes de lujo en todo el mundo.
Tres tipos de relojes eran los comercializados por Cuervo y Sobrinos:
Modelo Clásicos: Relojes equipados con mecanismos de las casas Felsa, AS, ETA y Landeron, entre otras, que cubrían la gama baja o introductoria. Cronógrafos, sólo de hora, calendarios sencillos y calendarios triples. Esferas con la marca Cuervo y Sobrinos Habana, como única inscripción.
Modelo Tradition: Relojes equipados con mecanismos de las casas Felsa y AS, entre otras, con complicaciones sencillas y que cubrían la gama media/alta de la oferta de la casa. Esferas marcadas con la inscripción Cuervo y Sobrinos Habana Tradition y el escudo de la joyería.
Modelo Doble Marca: Se trataba de relojes importados y posteriormente personalizados por el establecimiento habanero. Longines y Roskopf fueron las marcas importadas en exclusiva, de ahí el marcaje “Únicos Importadores” que aparece en algunos de los relojes de estas marcas.
Debido al prestigio de Cuervo y Sobrinos, otros de los principales fabricantes de relojes de la época, como Rolex, Patek Philippe, produjeron relojes de doble marca con “Cuervo Sobrinos” grabado en la esfera.
Ricardo A. Rivón Alonso vivía en la Calle 94 No. 514 en Marianao, y entre 1938 y 1941 fue presidente de la Asociación de Comerciantes de las Calles Galiano y San Rafael, donde se localizaban las más imporantes tiendas de La Habana. Rivón fue el último presidente de Cuervo y Sobrinos y también tuvo negocios en La Unión, el Fénix de Cuba y Compañía Nacional de Seguros. Su hijo, José Ricardo Rivón Campa, que residía en la Calle 23 No. 664, Vedado, tío era el vicepresidente, mientras su hermano Fernando A. Rivón Alonso se desempeñó como tesorero.
Después que Fidel Castro y sus barbudos incautaron Cuervo y Sobrinos, Ricardo Rivón y su familia abandonaron la isla. Se establecieron en Madrid, donde Rivón fallecería el 5 de mayo de 1974. No se han encontrado datos sobre los seis sobrinos del asturiano Ramón Fernández Cuervo, fundador de Cuervo y Sobrinos, una joyería con alma española, cubana y suiza.
Por Álvaro J. Álvarez
Libre, 3 de enero de 2023.
Datos sobre el documental que encabeza el post y una nota sobre La Casa Quintana, otras dos joyerías famosas que había en La Habana, en Galiano entre San José y San Rafael, y por las que antes de 1959, muchas veces pasé, después de recorrer a pie los comercios de la calle Monte, desde Cuatro Caminos hasta Águila,una esquina que se caracterizaba por tener dos grandes peleterías, una se llamaba El Cadete, la otra no recuerdo el nombre. En ocasiones continuaba el recorrido hasta el Ten Cent de Monte, frente al Parque de la Fraternidad y allí cogía la guagua para regresar a mi casa, en Romay entre Monte y Zequeira, Cerro. Pero casi siempre prefería terminar la caminata en Galiano y San Rafael, donde se encontraban, entre otras tiendas, El Encanto, Fin de Siglo, Flogar, El Bazar Inglés y el Ten Cent de Galiano al que siempre entraba y en la parada que había afuera del Ten Cent cogía la ruta 58, que entonces iniciaba su recorrido en Puentes Grandes y paraba en Monte y Fernandina, al doblar de mi casa (Tania Quintero).
Tarde en la tarde del miércoles 10 de mayo de 1961, llegué a la redacción del periódico Revolución con la intención de escribir mi crítica de cine. Camino de mi escritorio, Guillermo Cabrera Infante me salió al paso y me dijo: “Ven, vamos a ver PM”.
—¿Y qué cosa es PM?
—Es la película de Orlando y Sabá.
—Es que todavía no he escrito mi crítica, le dije.
—Ya la escribirás más tarde, me respondió. Es sólo un corto.
Guillermo agarró su chaqueta y salimos del salón en el que se encontraban la redacción de Lunes de Revolución y de la página de Espectáculos del periódico, con su colección de fotos cubriendo toda una pared. Nos dirigimos a los ascensores.
Sabía que Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante trabajaban en una película sobre la noche habanera. Sabía también que el corto era producido por el programa Lunes en Televisión con la intención de mostrarlo en su emisión semanal, como antes habíamos hecho con El Congo 1960, un montaje de materiales de archivo editados por mí sobre un texto de Pablo Armando Fernández. Pero no sabía que el trabajo de Orlando y Sabá estuviese terminado. Y mucho menos que tuviese título: PM.
Ya en la calle, montamos en el Nash Metropolitan. Era una agradable tarde de mayo sin aguacero y Guillermo bajó la capota. Tomamos por la calzada de Ayestarán hasta la avenida 26, donde doblamos a la derecha. El cine Acapulco pasó raudo a nuestro lado y ya en la esquina de la calle 23 esperamos a que el semáforo cambiase para doblar a la izquierda, en dirección al puente Almendares.
Cruzamos la intersección de la calle 25, donde miré de reojo el anodino edificio del ya desaparecido BRAC, Buró de Represión de Actividades Comunistas. Enseguida llegamos al puente que conecta el Vedado con el reparto Kohly. Del otro lado del río y entre los árboles, un enorme letrero anunciaba: “Marianao, ciudad que progresa”. Cruzamos el río con las ruedas del Metropolitan sonando diferentes sobre el asfalto del puente.
Pasamos por sobre el parque Almendares y manteniendo su izquierda, siempre izquierda, Guillermo detuvo el automóvil antes de llegar a la bifurcación de las calles 47 y la 41. No había señal de parada ni instrucciones para doblar hacia el río, y la maniobra era evidentemente riesgosa con el caudal de automóviles que se nos venía encima. Un pequeño error de cálculo y hubiésemos terminado con “La guillermita” de sombrero. Pero se hizo un claro en el tráfico y Guillermo dio un golpe rápido de timón, haciendo penetrar el autito por una calle angosta.
La vía fue girando a la derecha hasta llegar a una imponente casa de dos plantas que aparecía de repente en pleno Bosque de La Habana, al borde mismo del río. Al fondo, había un área de parqueos y Guillermo condujo hasta allí. Dos siluetas surgieron de un automóvil ya aparcado y enseguida reconocimos a Orlando y a Sabá que se nos acercaban impacientes. “Todo está listo”, dijo Orlando. Sabá, mucho más tímido, se mantuvo en silencio. Por la puerta posterior, penetramos en el edificio.
Telecolor era una empresa de revelado y edición de materiales en 16 mm, montada por el magnate de la televisión cubana, Gaspar Pumarejo. Dos años antes, en el verano de 1959, Néstor Almendros y yo habíamos revelado y editado en aquella casa nuestros documentales didácticos para el ICAIC. Pumarejo había procesado allí la programación filmada de su canal 12, una empresa que había convertido a Cuba en la segunda nación en el mundo en tener televisión en color. Pero ya para entonces, el empresario había abandonado el país después de que su canal, como todos los otros, fue nacionalizado sin indemnización por el gobierno revolucionario. La sombra del ICAIC comenzaba a planear sobre la empresa.
Era ya de noche cuando entramos en la sala de proyección de Telecolor a presenciar el primer pase de la primera copia de aquella pequeña película de apenas 14 minutos. En seguida sospechamos -es más, supimos- que el estilo libre y lo independiente de la producción de PM (pasado meridiano), su filmación sin guión previo, provocarían una reacción no necesariamente favorable entre los dirigentes de un ICAIC celoso de mantener totalmente controlado, a través de los guiones obligatorios, el monopolio y contenido de la producción de películas y documentales. Pero por nuestras mentes no pasó ni por asomo la idea de que la peliculita pudiese provocar la más mínima conmoción política. Tierno y sincero, el pequeño filme mostraba al pueblo habanero divirtiéndose en los clubes y bares de la playa de Mariano y del puerto. Nada más -y nada menos. Pero el “nada menos”, ni imaginárnoslo podíamos.
El lunes 22 de mayo, la edición impresa de Lunes, suplemento gratuito del periódico Revolución, se distribuyó como cada mañana de lunes por todo el país. Por la noche, el Canal 2 de CMBF-TV trasmitió el programa Lunes en televisión. En esa edición se exhibió PM, y los que lo vieron tuvieron la misma impresión nuestra. Atmósfera conseguida. Edición precisa. Poesía visual. Un excelente documento.
Luego Orlando y Sabá quisieron pasarla en el Rex Cinema, una sala especializada en cortometrajes, y ya para entonces todo lo que fuese exhibición en los cines tenía que ser autorizado y clasificado por la Comisión de Estudio y Revisión de Películas, en manos del ICAIC. Desde mucho antes ya se había hecho evidente que, no contento con ser el presidente del ICAIC, Alfredo Guevara quería ser ministro de cultura del castrismo. Pero no había llegado la ocasión y, además, el hombre tenía competidores. Por un lado, los viejos comunistas del PSP (Partido Socialista Popular), estalinistas atrincherados en el periódico Hoy y en el Consejo Nacional de Cultura, dirigido por Edith García Buchaca, Mirta Aguirre y Vicentina Antuña. Por otro lado, Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante.
Franqui había sido hasta ese momento el hombre clave de la propaganda del castrismo. Antiguo comunista que abandonó el partido cuando las denuncias por Jrushchov de Iósif Stalin, Franqui se hizo castrista y fue luchador en la clandestinidad, dónde fundó el periódico Revolución, y luego, combatiente en la Sierra Maestra, donde continuó publicando el periódico y creó Radio Rebelde. Cabrera Infante, escritor y crítico de cine conocido internacionalmente, era el director del semanario Lunes, publicado cada semana por el periódico Revolución. Como amigo y confidente de Franqui, ambos representaban el ala liberal, social demócrata, del Movimiento 26 de Julio.
Alfredo Guevara era muy amigo de Fidel Castro desde que, en su época de estudiantes, le ganara las elecciones en la Federación Estudiantil Universitaria. El amigo que le había prestado sus primeros libros de marxismo leninismo en una época en que Fidel no leía más que a Primo de Rivera y a Benito Mussolini.
Guevara había sido, con Lionel Soto, el hombre que llevó a Raúl Castro a la Unión Soviética, por petición del hermano mayor. El hombre que había sido testigo del primer contacto de la KGB con Raúl en el viaje en barco de regreso a la isla. El hombre que Fidel, inmediatamente después del triunfo, había pedido a su hermana Lidia que localizara en Matanzas para que organizase el grupo que, durante meses, se reuniría en la casa del Che, en Tarará, a escribir leyes socialistas que el gabinete del primer ministro, José Miró Cardona, ni siquiera sabía que se estaban preparando –un hecho divulgado por primera vez en 1986 por el periodista estadounidense Ted Szulc en su libro Fidel.
Un gobierno paralelo y secreto al que ni los viejos comunistas, ni tampoco Franqui, fueron invitados -y que ni idea tenían de que aquel grupo existía. Pero Alfredo Guevara había sido el coordinador de aquellas reuniones. Además, Castro necesitaba del cine para llevar al mundo la mística de sus barbudos. Sabiéndole ahora fiel castrista (aunque hubiese sido operativo de los comunistas en los años 40 y 50), es a Alfredo a quien confía ese proyecto.
Hasta ese momento, el equilibrio entre Guevara y Franqui había sido la regla. Pero, a mediados de 1961, Alfredo cree que ha llegado su momento, el momento perfecto para atacar a Carlos Franqui, debilitado ahora en esta nueva etapa que ha comenzado con Playa Girón y la proclamación por Castro, apenas un mes antes, del carácter socialista de la Revolución. Orlando y Sabá han presentado PM al ICAIC, para su aprobación en los cines, y Guevara aprovecha para prohibirla.
“La película ofrece una pintura parcial de la vida nocturna habanera, que empobrece, desfigura y desvirtúa la actitud que mantiene el pueblo cubano contra los ataques arteros de la contrarrevolución a las órdenes del imperialismo yanqui.” ¡Wow! Gruesos cañonazos en el acta de prohibición para tan pequeña película. Y es que detrás de la retórica había un ajuste de cuentas por los ataques que Cabrera Infante y Franqui le habían hecho a Guevara cuando la muerte de Ricardo Vigón, uno de los hombres clave del mundo cinéfilo de los años 50, y fundador, junto a Germán Puig, del Cine Club de La Habana, que luego, gracias a las gestiones de Puig en Francia, se convertiría en la primera Cinemateca de Cuba.
Vigón se había hecho amigo de Gerard Philipe, hombre de izquierda y estrella del cine francés, durante el rodaje de La fiebre sube a El Pao, una película mexicana de Luis Buñuel en la que Ricardo había sido uno de los asistentes. Cuando triunfa la Revolución, Vigón regresa a La Habana, manteniendo contacto con Philipe por carta. Un día, se acerca a Guillermo y a Franqui y les dice que el actor le ha expresado su interés por visitar Cuba. Como las relaciones entre los dos grupos son todavía cordiales, Franqui le pasa la información a Alfredo para que sea el ICAIC el que haga la invitación, ya que Lunes de Revolución se está ocupando de traer a Jean-Paul Sartre. Cuestión de ir tendiendo juntos los puentes que luego serán esenciales para la propaganda castrista en Francia, todavía capital cultural de Europa.
Gerard Philipe vino a Cuba y fue agasajado tanto por el ICAIC como por el periódico Revolución. Todo un éxito. Y como su gestión fue apreciada, Vigón creyó que había llegado el momento de pedir trabajo en el Instituto del Cine. Pero Alfredo Guevara se lo negó. La leyenda cuenta de una discusión en la que Vigón le da una bofetada a Alfredo cuando le visita en su oficina. En otra versión, la bofetada es al revés. Pero los puentes ya están rotos.
En realidad, los puentes entre Ricardo y Alfredo estaban rotos desde que Vigón y Puig, en 1951, decidieron independizar el Cine Club de La Habana de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, alegando que la sociedad se había convertido, subrepticiamente, en un frente encubierto de los comunistas. Y las recaudaciones del Cine Club eran una fuente importante de financiación del organismo, lo cual hizo muy doloroso el divorcio.
Cuando a principios de abril de 1960 Ricardo Vigón muere, Guillermo Cabrera Infante escribe el 4 de ese mes en el periódico Revolución:
"Ya sé que Ricardo no era un santo. Si hubiera sido un santo no estaría escribiendo yo esto, ni su muerte me hubiera dolido tanto, porque, simplemente, detesto a los 'santos'. No quiero acusar a nadie, porque tendría que acusarme a mí mismo (acusarme por ejemplo de no haber reunido el dinero necesario para que Ricardo hiciera un film en la Ciénaga, que había proyectado junto con el poeta Fayad Jamis, y creo que también con el poeta Escardó, hace casi un año); Carlos Franqui me decía que él se sentía también responsable que de Ricardo sólo se pueda decir ahora “el talento que tenía”, y me recordaba una discusión de una noche en que le decía a Ricardo que concretara sus ideas, que en el Instituto del Cine tenían derecho a pedirle un guión sobre sus ideas del film y la Ciénaga; pero se reprochaba él, no haberle conseguido la cámara y la película, como le prometiera, para que fuera a la Ciénaga con Jesse Fernández a hacer la película que Ricardo deseaba, me decía Franqui.
Luego Guillermo denuncia: “Creo que el Instituto del Cine pudo –y debió– darle una oportunidad a Ricardo Vigón, como se la ha dado a los demás que trabajan allí”. Esta andanada pública no la olvidaría Alfredo Guevara jamás. Como tampoco –y sobre todo– el final de aquel texto: “Nosotros aquí en la página de Espectáculos y en Lunes de Revolución no queremos que se olvide su gran talento frustrado tan temprano. Así Humberto Arenal ha ideado el mejor homenaje para Ricardo. Desde ahora anunciamos los auspicios de un concurso al mejor corto experimental que se realice en Cuba y en América Latina cada año. Este premio se llamará Ricardo Vigón.”
Cabrera Infante –y Franqui, claro– anunciaba un premio independiente con vistas a distinguir cortos nacionales y latinoamericanos que nada tendrían que ver con Alfredo Guevara. Pura declaración de guerra contra el monopolio del ICAIC. No hay que olvidar que además del periódico Revolución, Franqui controlaba el Canal 2 de CMBF-TV, donde se transmitía el programa de Lunes. Era un medio de difusión visual donde se podrían exhibir estos cortos fuera del control de Guevara. Y donde Cabrera Infante exhibió PM.
Estos son los antecedentes que explican el caso: denuncias, guerra de grupos, lucha de influencias en una revolución que se define socialista. Guarda celosa del área cultural controlado por cada cual. Turf. Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, improvisando y –lo más riesgoso– sin consultar con el Comandante en Jefe, Alfredo Guevara respondió con el zarpazo no sólo de prohibir el corto en los cines (su territorio), sino que, además, confiscó la copia. Y allí mismo se formó el titingó.
Cabrera Infante y Franqui tratan de razonar con Guevara por teléfono. Sin resultados. El presidente del ICAIC toma la iniciativa de hablar con el presidente de la República, Osvaldo Dorticós, y consigue su apoyo sin que tenga siquiera que enseñarle la película. Más tarde, Dorticós comentará en las reuniones de la Biblioteca Nacional: “Aquí nadie, por ejemplo, diría que era limitar la expresión formal artística impedir que en los principales cines de La Habana se exhiba una película pornográfica”.
La Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, adscrita al ICAIC, tenía por objeto, según la Ley 259 del 7 de octubre de 1959: “estudiar y clasificar las películas que deban exhibirse en nuestro país, rechazando las de carácter pornográfico y los films que sin análisis crítico ni intención artística alguna, se conviertan en apología del vicio y del crimen; autorizando el resto de la producción según una escala de exhibición por edades, en atención a principios educacionales perfectamente claros y razonados”.
Es decir, los derechos de la Comisión se limitaban a clasificar por edades, y, en algún caso muy extremo, prohibir. ¿Era PM pornográfica, o una apología del vicio y del crimen? Por supuesto que no. Por lo tanto, la Comisión no tenía la justificación legal para prohibir el corto. Pero ya la Revolución era “socialista” y las leyes habían perdido su intención primera. “Ante la actitud intransigente de Alfredo”, cuenta Emmanuel Vincenot en su texto “Censura y cine en Cuba: el caso PM”, “Cabrera Infante hace circular una petición entre los artistas, que recoge rápidamente 50 firmas”.
El primero en reaccionar dentro del ICAIC es Tomás Gutiérrez Alea, el más importante de los directores de cine. En un memorándum a Alfredo Guevara, Alea condena la censura de obras problemáticas y le reprocha ser un autócrata. Pero Gutiérrez Alea, que era abogado, no menciona que la ley misma ha sido violada. Sin tocar ese tema, el cineasta denuncia que, si bien la película muestra “solo una parte de la realidad de la noche habanera” –y que por lo tanto es efectivamente “criticable” y “discutible”–, prohibirla, sin siquiera escuchar a sus autores, “es inaceptable”.
Guevara reacciona escribiendo un comunicado oficial donde expone sus razones. Saca copia de la película, sin informar a sus dueños, y se la muestra a los miembros del comité organizador del Primer Congreso de Intelectuales y Artistas, evento que lleva semanas gestándose y que se espera ocurra varios días más tarde. Dicho comité decide convocar a una reunión en la Casa de las Américas para discutir el caso, una reunión en la que el ICAIC es representado por Eduardo Manet y Julio García Espinosa, no por Alfredo, que no se presenta.
Que sean las organizaciones de masa las que decidan, se avanza desde la presidencia del acto. Pero la moción no prospera. Los intelectuales no confían en las correas de transmisión de un poder ya camino de ser totalmente centralizado, y la mayoría de los allí presentes consideran que la prohibición es una barrabasada que hay que levantar. Al ver que la moción ha sido presentada en nombre del Consejo Directivo del ICAIC, instancia a la que pertenece, Gutiérrez Alea renunciará a dicho consejo en carta del 3 de junio, alegando “que había sido excluido de las discusiones donde se trató el […] comunicado y se definió la política a seguir”.
La reunión en la Casa de las Américas terminó como una olla de grillos y el escándalo fue tan grande que el propio Comandante en Jefe tuvo que tomar cartas en el asunto. El inoportuno libretazo de Guevara le había creado un problema prematuro e innecesario justo después de la invasión de Playa Girón y ya discutiendo con Moscú la instalación de los cohetes soviéticos que desatarían la crisis del Caribe. Además, la reestructuración –con guante blanco– del campo de la cultura ya había sido programada para el citado Congreso de Intelectuales y Artistas, a ocurrir varios días más tarde –un congreso que ahora a Castro no le queda más remedio que suspender.
Fue entonces que convocó a las conversaciones en la Biblioteca Nacional. Tres tardes de viernes (perdidas, desde su punto de vista) oyendo a intelectuales quejarse de miedo, cuando tenía otros graves y urgentes problemas que afrontar, dijo. Pero Castro había visto que la polémica sobre una breve película (que alegó no haber visto) le daba la oportunidad de reconvertir la crisis y adelantar sus planes, saltando etapas.
¡Qué Congreso ni Congreso! ¡Ya era hora de que se supiese de una vez que las reglas del juego habían cambiado y que el régimen sí se iba a abrogar el derecho de dirigir la cultura y de prohibir lo que no fuese utilizable en su beneficio!
Con un golpe de retórica jesuita de resonancia mussoliniana ("dentro de la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho"), y con la funda con su pistola sobre la mesa, Castro hizo desaparecer de un tajo los grupos, las publicaciones culturales independientes, y exigió que todos los intelectuales, sin excepción, entrásemos por el aro.
Desaparecieron los programas culturales del Canal 2 de CMBF-TV, controlado por Franqui, y desapareció Lunes de Revolución, así como también Lunes en televisión, además dirigido por Cabrera Infante. Al mismo tiempo, se dejó de publicar el magazín literario del periódico Hoy, órgano de los comunistas prosoviéticos.
En lugar de estas publicaciones independientes, Castro ordenó crear La Gaceta de Cuba, una revista centralizada donde todos colaboraríamos bajo la pupila insomne de los nuevos censores. Todos, excepto Cabrera Infante, que en señal de protesta se negó a aceptar la vicepresidencia de la recién creada Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), ahora gremio oficialista único, para retirarse en su apartamento del edificio Retiro Médico a escribir la primera versión de Ella cantaba boleros, la novela que terminará titulándose Tres tristes tigres, y que ganará el premio Biblioteca Breve en España.
Guillermo sobrevivió gracias al breve sueldo que su compañera, la actriz Miriam Gómez, ganaba en el Conjunto Dramático Nacional. Finalmente lo sacaron a Bélgica como agregado cultural. A Sabá y a Orlando les ofrecieron becas para estudiar cine en Polonia, que nunca aceptaron. A Sabá terminan enviándolo a España como agregado comercial, y Orlando, que desde antes de la Revolución tenía visa de entradas múltiples a Estados Unidos, se fue al “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, como un viajero más. Al año siguiente, por orden de Fidel, Franqui perderá la dirección del periódico que había fundado y dirigido desde la clandestinidad.
En la Biblioteca Nacional el mundo de la cultura dejó de ser autónomo para adquirir las rígidas estructuras verticales que ya controlaban el nuevo régimen. Los miedos de los intelectuales se hacían realidad. En su intervención en la Biblioteca Nacional, Alfredo Guevara confesó: “Es cierto que nosotros no tuvimos lucidez suficiente para prever las consecuencias y complicaciones que podía traer la prohibición de PM”. Y es que el poder corrompe, ya se ha dicho, y el poder absoluto –aunque no sea más que sobre un sector de la sociedad, en este caso, el cine– le hizo perder el sentido de la realidad.
En una entrevista con Leandro Estupiñán en 2007, Guevara afirmó: “Por eso te lo digo de una vez: [con la prohibición de PM] no me enfrenté a Lunes, sino a Franqui”. Y Franqui y Lunes, ¿no eran la misma cosa?
En la misma entrevista, Guevara siguió diciendo: "Franqui le teme mucho a la influencia creciente del [antiguo] Partido [Comunista]. Franqui tenía suficientes redes para no ignorar que por todas partes el PSP estaba diciendo que le estaban pasando el poder. Y, si además de eso, se iba produciendo un acercamiento a la Unión Soviética, entiendo su terror […]. Puedo decirte que el PSP, en mi convicción, no fue leal… No disolvió sus Comisiones… Entre ellas, no disolvió la […] Comisión de Cultura, manejada por Edith [García Buchaca].
¿Y si Guevara entendía el “terror” de Franqui y pensaba que los “viejos comunistas” (estalinistas) no habían sido leales, por qué se ensañó con Franqui? Agregó Guevara: "Un día, en una reunión convocada por el PSP, y presidida por Edith García Buchaca […] —esto estaba pasando en el mismo momento de PM, lo que pasa es que la gente no lo supo—, se intentó ponerme un comisario. Y todos lo aceptaron, porque Edith les informó que Fidel le estaba pasando el poder al Partido. […] Yo no acepté, y cuando salí de ahí, me fui directo a ver a Fidel… No estaba Fidel y se lo conté a Celia —Fidel y Celia vivían a unas cuadras del ICAIC… Celia se indignó: “Está pasando en todo el país. Nos tienen tomado el teléfono”, me dijo. ¡A Fidel! ¡Fidel vivía ahí!
Alfredo Guevara se pone truculento cuando le asegura a Estupiñán: “Lo que pasa es que Sabá y el otro muchacho [Jiménez Leal] se presentan en el quinto piso […] y me llaman fascista. Entonces, les entré a piñazos. A lo que Jiménez Leal respondió en un texto titulado Conversaciones en la Biblioteca: "La realidad fue mucho más patética y cómica. Mientras yo, furioso, increpaba al funcionario del ICAIC [Rodríguez Alemán] que me había dado la noticia de la prohibición […], Alfredo, que había aparecido sigiloso detrás de nosotros con cara de estar al borde de un ataque de histeria, pero sin atreverse a acercarse demasiado, daba pataditas y portazos a derecha e izquierda de las diferentes oficinas que estaban en un pasillo cercano, con la idea, creo yo, de mostrar su disgusto".
Dos años más tarde, en 1963, un siempre impaciente Alfredo Guevara cree que ha llegado el momento de recuperar su prestigio y convertirse en el paladín del “dentro de la Revolución todo”. Trae buenas películas para resolver el gran problema de las salas vaciadas por la avalancha de filmes didácticos y aburridos que nos llegaban de la URSS y de los nuevos “hermanos del Este”, y comienza a permitir que se rueden películas críticas del “proceso”. Su táctica consistía en enviar el filme a un festival europeo y si ganaba premio, estrenarlo entonces con el aval de la opinión internacional. El prestigio de la “Revolución Cubana” se acrecentaba gracias a la imagen que del régimen daban en el extranjero las películas del ICAIC. Y Guevara sabía que Castro lo sabía.
Pero las pugnas por el Ministerio de Cultura estaban todavía en el aire y los tiburones prosoviéticos esperaban el momento oportuno. Como nuevos (o mejor, viejos) ventrílocuos, los PSP estalinistas decidieron activar un muñeco, el actor Severino Puente, para comenzar un ataque en forma contra un Alfredo Guevara que todavía consideraban débil por su torpe manejo del caso PM. En una carta al periódico prosoviético Hoy, el actor se quejó de lo inapropiado de la programación del ICAIC, es decir, las películas que Alfredo importaba de Europa. Y allí mismo comenzó una nueva trifulca. En un editorial en Hoy, Blas Roca atacó a Guevara, convoyándose una y otra vez con artículos de Mirtha Aguirre y Edith García Buchaca.
Los directores de cine se quejaron y apoyaron a la dirección del ICAIC. Y Guevara respondió a Blas Roca: “No hay madurez sin herejía”. Y en una carta que exigió se publicase en el propio Hoy, el periódico del 'enemigo', atacó: “Para gentes como ustedes, el público está compuesto de bebés necesitados de manejadoras que los alimenten con papilla ideológica, altamente esterilizada y cocinada de acuerdo con las recetas del realismo socialista”.
Songo le dio a Borondongo, Borondongo le dio a Bernabé, y cuando la polémica se encontraba en su mejor punto, el Comandante mandó a parar. De nuevo. El momento era ahora de unidad, dijo Castro, e invitó a “una cena que duró hasta el amanecer del día siguiente”. Así comenzó la organización del Congreso Cultural de La Habana, un evento que –según Rafael Acosta, en su artículo El Congreso olvidado (La Gaceta de Cuba, enero-febrero, 2013),“formó parte de un grupo de acciones en el plano internacional para darle cobertura a la guerrilla del Che llevada a cabo en algún lugar del continente latinoamericano”. Entonces, con el propósito de anunciar a bombo y platillo este congreso —un canto de sirenas con el que arrobar de nuevo a las izquierdas europea y latinoamericanas chamuscadas por el caso PM—, Castro mandó llamar a Carlos Franqui para que le organizase en La Habana una “enorme” feria cultural internacional.
Franqui vivía un retiro discreto, casi un exilio de baja intensidad en Montecatini, Italia, después de presentar en Argel una muestra completa de lo que había sido el periódico Revolución –desde los ejemplares correspondientes a los años heroicos de la clandestinidad y de la Sierra Maestra, hasta los números publicados después del triunfo, incluyendo Lunes y los libros de su Editorial R. Una exposición que Castro había pedido a su embajador en Argelia, Papito Serguera, que le organizase a Franqui como desagravio por el cierre del periódico.
Fiel al llamado de su Comandante en Jefe, Carlos Franqui aceptó “con la esperanza de colocar un granito de arena en el mecanismo aparentemente imparable de los prosoviéticos en la cultura cubana”. Un gesto que fue la reivindicación de un hombre que lo había dado todo por una causa, incluido el silencio. Y una declaración, una más, de su posición antiestalinista y antirealismo socialista.
Con la presencia de artistas tan importantes como Calder y Joan Miró, el Salón de Mayo se inauguró con éxito espectacular en agosto de 1967, en una Habana en la que también se celebraba la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) y en la que por todas partes se veían vallas anunciadoras con el llamado del Che a crear “muchos Vietnam”.
Pero en octubre, Che Guevara muere en Bolivia y con él perece la guerra de guerrillas como táctica de lucha en Latinoamérica. Castro continuará, sin embargo, con su plan del Congreso Cultural de La Habana, que se llevará a cabo en enero de 1968. Pero ya es demasiado tarde. Al darse cuenta de que no le va quedando otra, Castro comienza a dar un giro de 180 grados y a aceptar la construcción del “socialismo en un solo país”: la tesis estalinista soviética.
Alfredo Guevara recogerá vela tanto en su política de importación de filmes de calidad como en la producción de películas críticas. Era evidente que, en el contexto de los nuevos tiempos, tanto el escándalo PM como su polémica con los estalinistas seguían planeando peligrosamente sobre su carrera. Por si fuera poco, uno tras otro se acumulan los acontecimientos internacionales. Luther King, Kent, Chicago, París, Bobby Kennedy, Tres Culturas, Praga… 1968 es el año en que los jóvenes de todo el mundo se rebelan contra sus gobiernos.
Castro había apoyado a los jóvenes inconformes en Estados Unidos desde que llegó al poder. Pero ya para 1968, la rebelión estudiantil se les había escapado de las manos a los demagogos de izquierda, y el Comandante en Jefe comprende que hay que tomar medidas drásticas si se quiere evitar que en Cuba ocurran brotes de rebelión semejantes. Reveladora contradicción de una Revolución que nueve años antes había sido ejemplo de rebeldía, e inclusive de imagen, con las barbas y los pelos largos, para esos mismos jóvenes que ahora se batían con las policías de todo el mundo.
Y se acaban los pequeños comercios y los timbiriches en las calles, operados por cuentapropistas que le sacaban las castañas del fuego a un régimen cuyo centralismo burocrático es ya incapaz de alimentar a su pueblo. A los cubanos no les va a quedar más remedio que “aceptar” el “llamado de la patria” a trabajar gratis en la Zafra de los Diez Millones. Una decisión dirigida a neutralizar una población joven, frustrada e independiente, dispersarla y alejarla de sus ciudades, de sus amigos, de sus familias, y así evitar los conflictos que afectaban a otras partes del mundo en aquel año definitivo.
Con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 llegó el futuro. Un país de economía considerablemente urbana se apaga para que se intenten producir diez millones de toneladas de azúcar, que ni el ministro del ramo creía posible. El resto no es solo historia, sino la triste historia del endiosamiento de un hombre y del fracaso profundo de sus ideas y de su régimen.
Con la ayuda de la URSS, ya funcionando como única tabla de salvación posible, el apoyo de Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia no hará más que confirmar la crisis de un país sin futuro independiente. A la población, el apoyo a la invasión no gusta. Va contra la identidad antiimperialista sobre la que se ha creado el régimen. En ese año clave de 1968, obras de teatro capciosas, libros de poemas y novelas sin “mensaje optimista” ganan todavía primeros premios, pero ahora se publican con un prólogo-advertencia del índice censor.
Y llega el Quinquenio Gris. ¡Que nadie se mueva! Parámetros por doquier. El Ministerio de Cultura se crea finalmente, y Alfredo Guevara no será el ministro. Para mayor humillación, al ICAIC, su feudo, le quitan la condición de ente independiente y lo reconvierten en dependencia de ese nuevo Ministerio. A principios de la década de 1980, a Guevara le terminan por quitar la presidencia del ICAIC. Castro lo envía a un exilio dorado en un París donde su prohibición de PM sigue siendo citada como el detonador de la censura en la cultura cubana.
En la entrevista con Estupiñán, Alfredo se queja de que siempre le pregunten por este corto. “Estoy harto”, dijo, “de que la historia de la cultura cubana sean PM, la UMAP y el Caso Padilla”. ¿Por qué será? Y agregó: “Por eso es que digo que hubiera actuado posiblemente distinto”. Troppo tardi.
Esta es una galería pobre y opaca. Las personas que aparecen son unas damas de apellidos llanos. Sus maridos, sus novios, sus amantes, ya han muerto o viven en el olvido, es decir, en la sabiduría.
Son mujeres que ya saben que el odio tiene su latido particular y se refugian en dos latitudes inconquistables: la familia y el trabajo.
Tienen sus picardías y pequeños vicios soportables. Por caminos diversos y desde puntos distantes entre sí y, a veces, muy opuestos, fueron llegando al sitio donde están.
Tania Quintero aparece en primer plano. Profesional y, desde luego, apasionada, es, a mi modo de ver, la más libre del periodismo alternativo cubano.
Escribe a toda hora o toma nota y a sus ojos que algunas tardes parecen que dormitan no se les escapa nada. Es agnóstica, pero no llega a la herejía y ama el cine y la música. Tiene el don de narrar seis historias a la vez en medio de una corriente de incidentales y alegorías. Cuando oye decir la palabra ‘política’ no saca su pistola porque anda siempre desarmada.
Cocina mal y, sin embargo, come bien. Le gusta leer reportajes y testimonios. Odia la televisión.
Viene Ana Luisa López que está lejos, aunque estuvo tan cerca que se tuvo que ir. Con mucho oficio y una capacidad de trabajo que porfía con la salud y el sueño, aprendió a decir la verdad sin complicar las cosas.
Su voz fue emblema en los años noventa y ahora es otro. Como es de Camagüey, lo añora y lee poesía.
Dios la ayudó a salir de la mentira y a quitarse unos espejuelos oscuros que le pusieron de joven. Con ellos se pasó años en la creencia de que aquello que veía era la vida. Tiene la ambicion de ser pobre y lo consigue.
Iria González Rodiles llegó disfrazada de Ernestina Rosell a mediados de 1995.
Venía de unas ruinas y estaba ilesa. Se sentía arrasada, pero con fuerzas y recursos para, en más o menos la mitad de la vida, empezarla otra vez. Contaba con su profesionalismo y talento especial para la crónica y el análisis.
La acompañaban sus lecturas, la experiencia de sus viajes, sus encuentros con mucha gente y otros mares y la fidelidad al amor que según Margarita Yourcenar es la única fidelidad posible.
Estas señoras, cuyos leves retratos dibujo ahora a toda velocidad, le han dado fuerza, presencia y virtud al periodismo cubano.
Ellas ayudan a iluminar nuestro país y sus amarguras, sus desvelos y el coraje que sustentan sus trabajos es una sustancia donde se diluye la miseria, la simulación y la maldad.
Raúl Rivero
Encuentro en la Red, 23 de abril de 2002.
Nota.- Esta crónica de Raúl Rivero es un homenaje a mi querido Raúl Rivero, quien nos dijo adiós el 6 de noviembre de 2021 desde un hospital de Miami. Y también a mis colegas Ana Luisa López Baeza e Iria González Rodiles, con quien mantuve buenas relaciones cuando vivimos en La Habana, pero ya exiliadas las tres, no nos volvimos a ver. Ana Luisa e Iria fallecieron en distintos años y países. Del grupo, la mayor era yo y por ahora soy la superviviente. Tania Quintero Antúnez (1942).
Ilustración de George Wafula (George Wafula - Visual Journalist, Visual Artist/Motion Designer - BBC News | LinkedIn). Tomada de BBC Mundo.