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lunes, 19 de julio de 2021

De la vida de Juan José Portillo (III)



Una vez que dejé Madrid, ya aquí en Herencia, encontré ocupación en Muebles Rodríguez, y me fue bastante bien, porque podía trabajar a sueldo o a destajo, aunque como no estaba acostumbrado a realizar trabajos difíciles, me mandaban los más sencillos. Me defendía bastante bien, e incluso llegué a ganar algunas semanas más que los mayores, que sabían más que yo, parece increíble, pero así fue. No me cansaba de trabajar y así estuve con esta empresa hasta que fracasó su negocio.

Tuve mis amoríos más o menos serios, ya que cuando regresé de Madrid, intenté por todos los medios conseguir el amor que tanto me atraía, mujer que en un futuro sería mi esposa. No la conseguí fácilmente, porque no me consideraba lo suficiente para ella, pero Dios siempre nos premia con más de lo que merecemos y así fue como conseguí una de las mayores ilusiones de mi vida y lo sigue siendo hasta el día de hoy.

Una vez fracasado el negocio de los Rodríguez intenté en casa instalar un pequeño taller, en el cual seguí luchando con las fuerzas que a esa edad se tienen, y así me mantuve unos meses, hasta que me fui a trabajar "a medias" con un maestro anciano que me garantizaba trabajo y al mismo tiempo enseñanza, puesto que yo quería hacerme un poco más profesional en el oficio del que estaba bastante verde, puesto que mi tiempo se había limitado solo a efectuar pequeñas obras de carpintería. Total, que entre unas cosas y otras, aprendí algo de carpintería y también de ebanistería, que aunque no se me daba muy bien, conseguí ir sacando el cuello y así aguanté hasta que me fui a la mili, porque aún siendo pequeñajo, no me libré de ella. Cuando me tallaron medía 1,58 cm de estatura sin zapatos, que por cierto, mi madre me arregló del todo.

Y fui con los primeros zapatos que tuve en mis pies, un traje (que no sé de qué sería, porque no paraba de sacar cerdas de las solapas, ya que me pinchaban en la cara) y un abrigo que me estaba más ancho que largo, no sé si sería el de la muestra reformado de casa del patacón. Pero mi madre estaba tan contenta y yo, muy feliz por verla a ella. Mal fachado como siempre lo he sido, pero con esta vestimenta y con los 21 años que tenía, estaba más hermoso que un sol. Pasé la mili en Alcalá de Henares, por mi forma de ser conseguí muchos amigos, tanto en mi reemplazo, como entre los reclutas que llegaron después. Las comidas eran malas, pero había que comer de lo que fuera.

Mi madre se volvió a quedar solar y sin haberes económicos, sólo lo que podía "picholear" al hacer esas horcas de ajos que se le daban bastante bien y sacaba algún dinerillo, porque mi hermano aunque le solía mandar algo de lo poco que le sobraba desde Madrid, al final tuvo que ir a la mili y como nos llevábamos trece meses de diferencia de edad, los dos nos juntamos haciéndola, aunque cada uno donde le tocó. Cáritas española tuvo la caridad y gentileza de llevarle algo a nuestra madre en estos meses, por mediación de los que en Herencia representaban esta buena obra.

En la mili tenía poca cosa en metálico, quitando las cincuenta pesetas que mi novia ganaba sirviendo durante todo un mes, las que me enviaba por gentileza de su padre que así se lo autorizaba y del que tengo un buen recuerdo, pues con este dinero yo me las apañaba haciendo combinaciones, compraba Cola Cao y leche condensada y de vez en cuando me echaba una jarrita y me confortaba bastante. Algunos compañeros muy guasones me llamaban 'Cola Cao', cosa que me hacía gracia. Una vez, mi madre me mandó ochenta pesetas, las que había conseguido con muchísimo sacrificio y me desaparecieron de la taquilla, por eso con todo dolor de mi alma, tuve que comunicárselo al teniente, no os riáis lectores, pues esta ridícula cantidad entonces eran como sesenta euros actuales, es decir, el sueldo de día y medio de trabajo.

El teniente formó el escuadrón y explicó lo que pasaba y cómo mi madre se había ganado ese dinero, pero en vista de que no aparecía, nos puso a paso ligero sin excluirme a mí, que también me tocó correr, hasta el extremo de que algunos cayeron reventados, viendo todo eso se ablandaron los corazones de los que habían cometido el delito y devolvieron el dinero y fueron perdonados, pero unos días de calabozo no se los quitó nadie. Muchos compañeros me felicitaron porque en la mili también existe el amor, la comprensión del joven que sabe valorar las cosas (...).

Terminé el servicio militar el día dieciocho de julio de 1961. Mi novia seguía sirviendo donde estaba, no ya por lo que ganaba, pues sus padres, de guardas en la sierra no tenían necesidad, pero se quedó por dos motivos, uno, por estar más cerca de mí, y así poder vernos con más frecuencia y la otra razón era por lo mucho que la apreciaban: se trataba de una señora muy anciana y su hija, que también pasaba de los sesenta años. Yo tan contento de poder verla, pues era la chica más guapa de Herencia, al menos para mí, y cada día que pasaba estaba más ilusionada por las cualidades que con mis ojos enamorados veía en ella.

Rápidamente intenté planear mi vida, pues ahora es cuando había que empezar y con ganas. Dinero no tenía ni un céntimo, sitio para trabajar tampoco, ya que mi casa era pequeña y antigua, además era compartida con mi tía, hermana de mi madre. De cuatro partes de la casa, tres eran de mi tía, total, que mis pensamientos quedaron descartados. Alquilé una habitación que daba a la calle en un sitio más céntrico, en la cual puse un escaparate y unas puertas que encontré por poquito dinero, pero ahora venía lo peor de esto, no tenía herramientas en condiciones. Tuve más que suerte, era la manos de Dios que estaba de mi parte, pues nunca me faltó y hablé con Leovigildo (carpintero retirado), que me ofreció todas las suyas a como pudiera pagárselas, no olvidaré jamás este detalle. Maquinaria no tenía, pero herramienta manual sí, así que imaginaos que contento estaba por tener un sitio donde trabajar, herramientas y ganas de hacer frente a la vida (...).

Con las ganancias de los primeros trabajos realizados, me compré lo que yo consideraba mi primera pieza de valor, fue un nike de color granate, unos pantalones y unos zapatos. Yo seguí igual de bajito y mal fachado como toda mi vida lo he sido, pero así parecía otro para agradar más a mi novia, aunque me consta que yo le agradaba como fuera (...). Yo seguía trabajando todo el día y también parte de la noche, aunque sin hacer mucho ruido para no molestar a los vecinos de la calle Tercia. Me busqué un nuevo trabajo para añadir a la carpintería, enmarcaba cuadros para vender y también para novios, comuniones y todo lo que saliera; los colocaba en un mal escaparate que hice con el debido permiso de los dueños de la casa. En dicho escaparate exponía todas las cosejas mejores para que la gente picara, me fui abriendo camino con los pros y los contras que todo esto lleva consigo, pues no todo era color de cosa. Seguí la marcha con mucha ilusión, eso nunca me faltó y siempre tratando de mejorar mi situación con valentía pues de los cobardes poco se puede escribir.

Empecé a pensar en el matrimonio y fui preparando mis cosejas, entonces no se llevaba tanto como ahora. Compré una radio, una cocina pequeña de gas, fabriqué los muebles de cocina y los del cuarto de estar; la alcoba era el hueso más duro de roer y conseguí que unos amigos de Alcázar de San Juan me dieran, por entonces, una buena alcoba, digo buena en calidad, no en lujo, porque yo como entendido en el tema sabía lo que compraba, la tuve que montar por mi cuenta, porque me la vendieron a precio de coste y facturada a treinta, sesenta y noventa días, es decir con facilidad para pagarla. Mi pobre madre, qué me iba a dar si no tenía nada, dio parte de su corazón, para que lo compartiera con otra mujer, mi futura esposa. La vivienda, los padres de mi novia, hicieron lo que pudieron para recogernos en su casa, dándonos una habitación bastante decena, la cual partimos para hacer alcoba y salita, la cocina en un trozo de galería y la despensa en un camarón antiguo colindante, donde yo hice un mueble para tener todo lo necesario recogido, lo que sí teníamos era una terraza espaciosa. Ya disponíamos de todo para unirnos en matrimonio gracias a Dios.

La boda se celebró teniendo ella veintidós años y un servidor, veintisiete. Por fin llegó ese día tan esperado para mi novia y para mí, un día dieciséis de agosto de 1965, fiesta de San Joaquín, día que tuvo gusto de casarnos nuestro querido párroco Don Joaquín, el que para mí fue un hombre de gran talento y personalidad. El día de mi boda es el más bello recuerdo tanto para mi esposa como para mí (...). Pasó el día y recogimos un dinerillo, ocho mil pesetas que por aquel entonces suponía un gran capital para nosotros.

Nos fuimos a Alicante, a casa de unos tíos de mi señora, con una moto vieja que yo había comprado anteriormente por poco dinero, fue un atrevimiento con semejante vehículo, pero resultó bien, tanto en la ida como en la vuelta, aunque en el regreso recuerdo que en el término de La Roda me dormí en la moto y bailamos un poco, pero no había el tráfico que hay ahora. Estuvimos en Alicante cuatro días, tan contentos y felices, una felicidad que se la deseo a todos y sobre todo, a los recién casados. Fuimos a los toros, paseamos en barca, estuvimos en Benidorm, es decir, que tiramos la casa por la ventana. Recuerdo que nos compramos dos bocadillos y sentados en una barqueja vieja que había en la orilla de la playa nos lo comimos, diréis que cuanto nos gastamos, pues para toda la juerga de las vacaciones, tres mil ochocientas pesetas.

Volvimos con muchas ganas de vivir. Pasamos la feria, que aquel año se celebró en Herencia, el veinticinco de agosto y yo con mi música, porque seguía con ella. Después de la feria, de nuevo a trabajar, los anillos no se me iban a caer, aunque ya tenía uno, la alianza de casado. Y seguí caminando hasta el diecinueve de junio del año siguiente, día en que el señor me regaló una muñeca que para mí fue el mayor tesoro en aquellos momentos, una niña enorme con cuatro kilos setecientos gramos, que le pudo costar la vida a mi mujer a consecuencia de dicho parto (...). Al año siguiente, el diez de agosto, el señor me regaló otro ser, un precioso niño el cual colmó mis ilusiones y me dio más impulso para el trabajo (...).

Las cosas no me iban mal y seguía trabajando con empeño. Hablé con un señor que en Herencia todos los mayores hemos conocido, José Antonio García Navas, que con todos sus defectos, como todos los tenemos, me hizo la obra (terminar la ampliación de la casa) con cierta facilidad de pago, cosa que tuve la oportunidad de agradecerle posteriormente. Lo cierto es que este buen señor y maestro hizo en el pueblo de Herencia que muchas familias humildes, pudieran tener cierta comodidad en cuanto a sus aposentos. Que Dios lo tenga en paz. A los dos años de terminar la obra, y en esto tenía yo de 27 a 34 años, Dios puso en mis manos otro nuevo hijo, rubio como el oro y pecoso, era una maravilla, solo que ya éramos cinco en la casa. No me importaba puesto que yo me consideraba joven y por supuesto este hijo nació en nuestro nuevo hogar.

Compramos una tele en blanco y negro y un frigorífico que pagaba a mil quinientas pesetas al mes, a otro buen hombre de los muchísimos que este pueblo dio, da y seguirá dando. También compré una lavadora eléctrica, puesto que para entonces mi señora lavaba en una pila de madera que con gran gusto le había hecho yo. Y así vivíamos, sin darnos muchos gustos. En mi vida no había gozado jamás de vacaciones y mis manos y las de mi señora eran las herramientas para hacerles a nuestros hijos lo que buenamente podíamos. Las mejores vacaciones las pasaba en casa, abrazado a mi señora y a mis pequeños, pues a pesar de todo siempre me he sentido feliz, con ilusión y muy optimista, porque Dios se preocupa de todos nosotros, sus hijos. Dos años después, un día nueve de diciembre nació otra morenilla con una carita redonda que me parecía una chinita, estos fueron al fin los cuatro regalos que el Señor puso como fruto de nuestro unido matrimonio hasta el día de hoy (...).

Dejé la habitación de alquiler, instalando mi taller aunque sin maquinaria en la casa de enfrente, donde ya vivía. Me ofrecieron otra casa, colindante a la nuestra (...). Me cobraron cincuenta mil pesetas, no la encontré cara y la podía pagar en dos veces (...). Entonces, tranquilamente, me decidí a tirar toda la casa yo solito porque mi mujer bastante tenía con cuatro churumbeles (...) Era feliz solo de pensar que me esperaban cuatro pajarillos para alegrarme con sus risas y llantos, y una mujer que me respetaba y me quería con todo su corazón (...). Como ya tenía sitio, empecé a vender cristales y alguna que otra madera, porque eso sí, yo siempre he tenido espíritu de comprar y vender. Al tener taller de carpintería, los vecinos del barrio solían pedirme clavos, escarpias, tornillos, en fin, cosejas de estas y yo me puse en órbita y pensé por qué no poner una pequeña ferretería.

Instalé un escaparate (...), hice un mostrador, que todavía conservo, y unas estanterías. Compré menudencias de ferretería y pequeño material eléctrico por valor de mil pesetas. Fui incrementando mi negocio (...) y atendiendo las necesidades de mi familia con cierta holgura (...). Me dediqué también al mueble más bien barato, todo esto con algún chiquejo ajeno para que me echara una mano, pues los míos también iban alzando el vuelo, pero con los estudios no podían ayudarme a nada. Cuando todo iba viento en popa, comencé a sentir molestias en el estómago (...).

Un veintinueve de febrero me tuvieron que intervenir. Pasé treinta y tres días de pena, luchando contra mi propia vida, todo para volverme a operar el tres de abril del mismo año 1984. Todas mis cosas se venían abajo, mi pobre mujer, en tres meses que estuve en cama entre la vida y la muerte, no se separó ni un día de mi lado, solo para ir a la misa de la capilla del hospital, a implorar al Señor su misericordia por el hombrecillo que amaba con todo su corazón. La verdad que me emociono al contar todo esto. Durante esos tres meses me quedé de sesenta y tres kilos que pesaba a cuarenta y ocho; todo un cadáver, mi mujer, de sesenta kilos pasó a pesar cuarenta y dos, los hijos abandonados a la buena de Dios, puesto que la mayor tenía dieciséis años, mi hija, tuvo que dejar los estudios y ya jamás los volvió a coger, aunque me consta que valía para ello. Otro con quince, otro con doce, y la otra con diez. Las cosas se me venían abajo, letras impagadas, más género fiado en la calle, la tienda que se vaciaba por falta de reposición de género, en fin, todo lo que os podés imaginar.

Juan José Portillo

Fragmentos de su libro Vida, Camino y Luz (NeoDigital Imprenta, Herencia, 2017).

Foto: Boda de Juan José Portillo Sánchez-Aguilera y Josefina Villarreal Fernández, el 16 de agosto de 1965. El matrimonio tuvo cuatro hijos: Montserrat (1966), Juan José (1967), Ismael (1970) y Yolanda (1972).

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